Vagabundos y rufianes, primeros universitarios
Si la huelga de transportes de anteayer me permitió subir al avión, mientras usted lee estas líneas vivo uno de esos momentos en que me encanta ser periodista científica: poder escuchar a investigadores de primera línea y participar en diálogos que nos hacen reflexionar. Estoy en el ambiente estimulante de la Universidad de Harvard, donde hoy y mañana se realiza el seminario Pensando la Argentina 2030, organizado por la Asociación de Estudiantes Argentinos en Harvard (HASS, por sus siglas en inglés).
La que es considerada una de las mejores casas de estudios superiores del mundo fue fundada como New College en 1636, "para formar ministros". Su influencia fue inmediata: dos años más tarde se cambió el nombre de la ciudad donde se había levantado de "Newtowne" a "Cambridge", para que refiera a la sede de la universidad homónima en Gran Bretaña, iniciada por un grupo de académicos que habían huido de Oxford y que la había precedido en 427 años. Luego, cambió su nombre por Harvard College en recuerdo de un joven clérigo que -dicen- donó a la institución su biblioteca de 400 libros y 779 libras, que era la mitad de su patrimonio.
Esta "meca" del saber, como otras comparables en las grandes capitales del mundo, ejerce un influjo difícil de resistir por la cantidad de mentes brillantes que investigan en sus claustros. Los de Harvard están teñidos del estilo británico que quisieron reproducir los colonos ingleses llegados hace más de cuatro siglos a las costas de Massachusetts.
Lo curioso es que, si hoy congregan a la élite intelectual y económica de su país y del mundo, el origen de las universidades es bien diferente.
En un artículo de MD, publicado en 1972, Félix Martí Ibañez cuenta que alrededor del año 1500 a.C los maestros indoarios y sus discípulos se retiraban de los poblados para consagrarse a la búsqueda de la verdad a través de la discusión y la contemplación. "Estos cónclaves eran los ashrams, o universidades de los bosques, que el poeta Rabindranath Tagore tomó de modelo en 1901 para fundar la universidad bengalí de Santiniketan, palabra que significa "morada de paz".
Los griegos tuvieron la Academia de Platón, el Liceo de Aristóteles y el Museo de Alejandría. Más tarde, en los primeros años de la Edad Media, la educación estaba concentrada en los monasterios y en la formación eclesiástica.
Pero en las raíces de las universidades actuales hay que seguirles el rastro a otros personajes. Esos clérigos errantes, vagabundos y rufianes, juglares y bufones urbanos del siglo XII, conocidos como "goliardos".
"Esos estudiantes pobres que no tienen domicilio fijo, ni gozan de prebenda ni beneficio alguno, se lanzan a la aventura intelectual tras el maestro que les gusta, acuden a aquél de quien se habla, de modo que van a buscar las enseñanzas que se imparten de ciudad en ciudad", cuenta Jacques Le Goff en su joyita Los intelectuales de la Edad Media (Eudeba, 1965).
Domenico Giuliotti, en su inencontrable biografía del poeta François Villon traducida por Nicolás Olivari (Editorial Corinto, 1944), retrata a los "escolares" de esa época como "una multitud turbulent a, viciosa, desenfrenada, que a veces desembocaba en el delito". Y agrega: "La Universidad de París acogía en ese tiempo no sólo a la juventud, aparentemente estudiosa, de toda Francia, sino, puede decirse, de toda Europa, y todos estos jóvenes, de varios países se mezclaban en las hosterías, en los atrios, en los burdeles, con la peor chusma".
Villon, un "maldito" del siglo XV, era uno de ellos. A los 20 años estudiaba leyes en la universidad de la Ciudad Luz. Aunque cueste creerlo, el ambiente de las casas de estudio de esa época no se diferenciaba mucho del que encontró Cervantes cien años más tarde en la cárcel de Sevilla, donde "se celebraban fiestas, bodas, bautizos, se bailaba y se cantaba; había amores, celos y de vez en cuando se sacaban a relucir los puñales".
Es justamente ahí, en "la universidad de la calle", donde, según Sebastián Juan Arbó (Noguer, 1956), Mateo Alemán le habría mostrado a Cervantes su Guzmán de Alfarache, una de las chispas que habría encendido El Quijote.
En fin, las universidades, como sucede en cualquier familia que se precie, tienen antepasados poco ilustres a los que a veces no conviene poner en primer plano.
Como sea, estoy en Harvard. Un privilegio.