
Venezuela: libertad, libertad, libertad
La libertad de información es uno de los pilares del sistema republicano y democrático, porque habilita a los ciudadanos a ejercer sus derechos políticos a conciencia y a sabiendas de lo que ocurre, permitiendo que los gobiernos corruptos, represores, violentos y delincuentes, si no son juzgados por sus crímenes, al menos no sean perpetuados en el poder a causa del desconocimiento de lo que hicieron.
Eso explica por qué la persecución a la libre información es una característica propia de los regímenes autoritarios. Responde a una razón obvia: es peligroso que se muestre la injusticia de un gobierno tiránico, porque el hartazgo que ello evoca siempre supera los miedos que una dictadura pretende enfundar.
Ahora bien, si los déspotas saben que censurar moviliza y despierta la curiosidad y el interés en saber qué fue lo censurado, lo que -contrariamente a lo buscado por ellos- vuelve poderoso al tema prohibido; tampoco pueden subestimarse el sentimiento de impunidad y la estupidez humana, y con ellos la falsa convicción de que se puede ocultar para siempre la verdad.
En Venezuela se hicieron básicamente dos cosas con ese propósito: impedir que los venezolanos se fueran, para evitar que cuenten sus historias, y atacar a la prensa libre, para imponer la versión oficial de la verdad, diametralmente opuesta a aquellas y la realidad. El desconocimiento de la derrota electoral de Maduro es, tan sólo una más, de un universo de mentiras paralelo, que niega la violencia, el hambre y la injusticia provocados por el régimen chavista.
Esos males fueron tan grandes que convirtieron los “permisos” para salir del país en un negocio paralelo, como demuestra el hecho que casi 7,8 millones de venezolanos/as pueden contar la historia de su tragedia personal desde el exilio, después de haber pagado la “vacuna” (el soborno) de rigor y a pesar de haber quedado “marcados” con el mote de “antipatrias”. Hoy esa masa de comunicadores involuntarios son parte esencial del resultado real de las elecciones en curso, aunque sólo un ínfimo porcentaje de ellas haya podido votar.
“Meter tu vida en 23 kilos es recontra jodido…” con esa frase sintetizó una venezolana la experiencia de su diáspora (aludiendo al peso que autorizan llevar regularmente las aerolíneas en los vuelos internacionales). Pero no había opción. Claramente no, después de que una prima estudiante de periodismo quedó en la mira de “la Revolución” cuando, en 2017, desde la universidad la mandaban a cubrir las concentraciones diarias que había de la oposición, en las que hubo al menos un muerto en cada una. Mientras el régimen chavista fue “cazando uno a uno” a sus compañeros de clase, durmieron con cuchillos y destornilladores distribuidos en la casa por si los atacaban para llevársela, hasta que pudieron sacarla del país. Con la voz quebrada me dijo: “Mira la película Simón en Netflix, es literal lo que pasó allá. Hay muchos de los que estamos afuera representados en esa película. Es muy fuerte, pero es así.” Y el hilo interminable de injusticias y anécdotas terroríficas se reflejó en varios mensajes más.
En otro carril, desde mucho antes del cuestionado proceso electoral en curso, el régimen de Maduro abrió el espacio a un nuevo abanico de términos para activar su censura, como siempre hizo, de la mano de la acusación en espejo: para quien se presenta como “Super Bigote” en los “dramatics” que edita el Estado, son los reporteros y medios independientes y críticos los acusados de mentir y falsear la verdad y, como consecuencia de ello, se han convertido en blanco de detenciones, operativos de fiscalización e interrogatorios, el bloqueo de sus páginas web y, si son extranjeros, causantes de la prohibición de su ingreso y deportación, como les ocurrió recientemente a muchos periodistas argentinos.
El punto crítico (o desesperado) que representa el vano esfuerzo por ocultar la verdad frente a quienes pueden ejercer la libertad de información, exiliados y periodistas, es muestra tanto de la gravedad del problema interno venezolano, como señal de lo incontenible e incontrolable que se puede volver una sociedad que aspira a ejercer sus derechos civiles considerando las verdades dichas por quienes están en mejores condiciones de hacerlo.
El grito de la libertad que honra nuestro himno, en boca de millones de hermanos venezolanos, sin contar los casi cinco millones de votantes en el exilio a quienes se impidió votar con triquiñuelas de baja estofa, puso las cosas en su lugar, por la vía institucional y legal pertinente, aunque no se quiera reconocer. Junto a ellos, los periodistas maltratados y deportados recientemente por enésima vez, han confirmado la actualidad de la catástrofe legal y humanitaria que se cierne sobre Venezuela.
Que quede claro: ni la violencia parapolicial, ni los fatídicos “colectivos chavistas” en motoneta, con sus armas y walky-talkies en la cintura, ni los servicios de espionaje internos, sus sótanos y nefastos agentes… Nada puede revertir la estrepitosa caída, tarde o temprano, del régimen tiránico que fagocitó a Venezuela durante un cuarto de siglo.
Lo construido con violencia, precisa de ésta para perdurar… pero la violencia agota, incluso más a los victimarios que a las víctimas, porque en éstas al menos se alberga el anhelo de justicia, que da esperanza. ¿Qué pasará con los violentos cuando no queden más víctimas para perseguir y a las que acusar [en espejo] de los males provocados por Maduro? La serpiente se enroscará sobre sí misma, terminará mordiendo su propia cola y perderá todo lo que antes la hacía potente. Es sólo cuestión de tiempo.