Ver para creer: visita a una terapia intensiva
“Es que la gente no se da cuenta porque no lo ve”, me dijo hace 10 días una fuente que pertenece al sistema privado de salud. El hombre estaba angustiado porque notaba que el récord de contagios de coronavirus no generaba muchos cambios en el comportamiento social. Tal vez en estos meses de pandemia hablamos tanto de curvas, picos, infectados y fallecidos que es difícil negar que debemos haber desarrollado cierto grado de anestesia frente a la frialdad de la estadística.
Según la Unión Argentina de Salud, que representa al sector privado, en el área metropolitana de Buenos Aires (AMBA) el 95% de las camas de cuidados intensivos están ocupadas, mientras que en el sistema público ese número desciende al 70%. Pero eran más y más cifras, mientras que la fuente que conversó conmigo me decía que había que ver para creer.
Uno días después, hablé con Martín Stryjewski, jefe de Internación de Cemic y miembro de la comisión directiva de la Sociedad Argentina de Infectología (SADI). Desde mayo del año pasado es improbable que pasen 15 días sin que lo llame para consultarle sobre algún tema vinculado al frenesí de la pandemia. Por esos innumerables llamados y mensajes, creo, hemos generado una relación de confianza y respeto.
Le dije que queríamos entrar a la terapia intensiva de una institución privada. El sector privado, según mi experiencia, es más hermético, suele haber mucho temor a que una foto muestre el rostro de un paciente o que se cometan errores severos en el texto. Sin embargo, apenas se lo propuse, Stryjewski me dijo que la idea era viable: “Lo consulto, pero seguro me van a decir que está todo bien. Está bueno mostrar lo que pasa y cómo trabajamos”. A las pocas horas me lo terminó de confirmar.
Con Aníbal Greco, fotógrafo de LA NACION, fuimos al día siguiente al Hospital Universitario sede Hermenegilda Pombo de Rodríguez, del Cemic. El lugar queda en la avenida Coronel Díaz al 2400, en plena ciudad de Buenos Aires. Afuera el día estaba soleado.
Llegamos a las 14 y nos recibió Stryjewski. Primero recorrimos el sector de la guardia y el shockroom; allí tienen una cama vacía totalmente equipada, pero nos dijeron que si todo sigue igual esa cama también deberá ser ocupada, achicando aún más el margen de maniobra para recibir urgencias.
“¿Se animan a ir al tercero?”, nos preguntó Stryjewski. Le dijimos que sí y caminamos hacia el ascensor. Para protegernos usamos dos barbijos cada uno, no más que eso. En el tercero está la terapia intensiva y, si bien hay pacientes sin coronavirus, como una mujer que se tragó una espina de pescado que le perforó el estómago, la gran mayoría eran pacientes con un cuadro severo de Covid-19.
Ahí con Greco nos dividimos. Él se concentró en lo suyo. “Teníamos que tratar de no entorpecer el trabajo de los médicos, resguardar la identidad de los pacientes y respetar una distancia que debemos mantener para no interferir en la dinámica general. También debemos ser responsables. Hay veces que los médicos te ofrecen los trajes especiales para que uno pueda entrar a las habitaciones de los pacientes, pero si la habitación es vidriada y podés tener una buena toma desde afuera, es mejor decir que no para evitar que ellos nos den materiales valiosos que tal vez luego necesiten”, explica Greco.
Por mi lado, empecé a conversar con Pablo Rodríguez, el coordinador de la terapia. Me invitó a pasar a su oficina, que es una habitación pequeña con una silla, un escritorio y una cama marinera. “Estamos al 100%. El tiempo promedio de los enfermos que están con respiración mecánica es de 20 días, lo que trae otros problemas. Por eso, podés estar meses con cada uno”, describía Rodríguez.
Salimos de ahí y fuimos a la zona donde se encuentran los pacientes. La terapia que coordina es un corredor de unos 15 metros de largo con camas a ambos lados. Para evitar contagios, las habitaciones se mantienen cerradas y tienen grandes ventanas que dan al pasillo; los médicos pueden así chequear el estado general sin necesidad de ingresar.
Yo sabía lo que Greco no podía mostrar en las fotos, por eso presté especial atención al cuerpo de los pacientes, quería complementar las imágenes con el texto. Busqué recrear la escena al describir lo que veía. Frente a mis ojos estaban aquellos que hacía pocos días solo eran una cifra más en el informe diario. Y la crónica arrancó así: “El paciente, de 75 años, está sedado y con los ojos cerrados. Tiene un tubo plástico que le entra por la boca, pasa a través de la garganta y llega hasta la tráquea. Su tórax sube y baja de manera mecánica. Así respira. Entre una maraña de cánulas y cables que van desde su cuerpo hasta las computadoras que registran su estado general, hay una sonda que le ingresa por la nariz y desciende hasta el estómago. Así se alimenta”.