Viaje al comienzo de una vida
A partir de la publicación de su monumental proyecto autobiográfico, el noruego Karl Ove Knausgård (Oslo, 1968) se transformó en una suerte de rey desnudo de las letras, que desfila estoico de volumen en volumen, sin la necesidad de que ningún niño crítico lo señale con el dedo para recordarle que no lleva puesta la ropa. La desnudez de Knausgård, a diferencia de lo que ocurría en el célebre cuento, no es la estafa de ningún pícaro tejedor, sino el atuendo que él mismo elige vestir mientras escribe su vida. Esta preferencia, necesidad o estrategia, que también podría definirse como un pacto de honestidad hiperrealista, lo convierte en uno de esos novelistas que generan lectores tan fieles como propensos a la gula.
Más compacto que La muerte del padre y que Un hombre enamorado, La isla de la infancia -el tercero de seis tomos- es igual de minucioso, aunque menos adictivo. Posiblemente porque aquí el autor adopta en la narración el punto de vista de un chico y, lógicamente, por la naturaleza de los niños, escuchar el relato espontáneo y brutalmente sincero del pequeño Knausgård no resulta tan impactante como escuchar el relato sin filtro y parejamente confesional del hombre de alrededor de cuarenta que protagoniza los libros previos. La perspectiva del niño de primaria, que el autor noruego respeta a rajatabla (salvo al comienzo, cuando discurre sobre la identidad en aquellos primeros años de vida de los que no se guarda memoria), le impide hacer gala de ese don que posee para sembrar una digresión en medio de una anécdota sin echarla a perder. Y no es ésta una cuestión menor, ya que los desvíos ensayísticos de Knausgård, esos paréntesis tan pedestres como filosóficos y nunca exentos de humor, constituyen sin duda uno de sus rasgos de estilo más genuinos.
La infancia del autor no fue algo extraordinario, más bien lo contrario. (La decisión de publicar la saga haciendo caso omiso de la cronología es ciertamente inteligente.) Todo ronda alrededor de las vísperas del comienzo de clases, la visita a casa de los abuelos, el primer beso, la primera novia, lecturas, discos, cómics, revistas pornográficas, el fútbol y la natación. También están los miedos, ese variado catálogo que incluye perros, chirridos de tubería, zorros, hombres sin cabeza, esqueletos boquiabiertos y, el más aterrador de todos, el padre. El progenitor del pequeño Karl Ove es su bestia negra, aquel que hace de su infancia común una infancia común y atormentada, y también el culpable de que un chico llorón y bastante pedante se vuelva, para el lector, un niño querible a fuerza de compasión.
El padre es el monstruo que todo lo ve, lo oye o lo adivina, aquel que está ahí para humillarlo, reprenderlo por nimiedades y de paso dejarlo sin cenar. La madre es la cara luminosa de la familia y una persona sospechosamente distraída e infalible para el error a la hora de hacer regalos, como cuando le compra a su hijo una gorra de baño con flores para el primer día del curso de natación. Más adelante, en el colegio, a Karl Ove lo llamarán "femi" por su sensiblería y el gusto por la ropa de moda, pero al narrador estos prejuicios simplistas no le hacen tambalear la identidad sexual. Esto último no implica que la ardua tarea de forjar la masculinidad -un rompecabezas para Karl Ove, al que siempre parece faltarle alguna pieza- deje de ser una piedra de toque en la novela y en su obra en general. Ya en Un hombre enamorado Knausgård se preguntaba una y otra vez, sin llegar verdaderamente a ninguna respuesta, qué tan hombre se es o se deja de ser cuando uno se convierte en padre.
Con un fraseo llano, diálogos bien calcados y descripciones exhaustivas que no omiten la enumeración desenfrenada, Knausgård logra hacer entrar al lector en su máquina del tiempo. No hace falta haber nacido en Oslo para concebir la infancia como una isla. Toda niñez en cierto modo lo es por estar encapsulada en algún lugar lejano, de acceso restringido para la memoria. Quizás a unos cuantos lectores la vuelta del viaje al origen los deje levemente nostálgicos, con la sensación de haber encontrado y vuelto a olvidar en el camino de regreso algo de la propia infancia. Otros, en cambio, sentirán al cerrar el libro el alivio de la tarea cumplida, como cuando uno queda a cargo de un niño ajeno por más tiempo del previsto y disfruta de antemano del momento en que sus padres lo vendrán a buscar.
LA ISLA DE LA INFANCIA
Por Karl Ove Knausgård
Anagrama Trad.: Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo
498 páginas
$ 265