Victoria, adelantada a su época
Hace unos pocos días, la sección Cultura del gran diario milanés Corriere della Sera incluyó tres artículos dedicados a sendos personajes de la vida cultural del siglo XX: el arquitecto suizo-francés Le Corbusier, la novelista inglesa Virginia Woolf y el escritor ruso Boris Pasternak (a raíz de la muerte del hijo de éste). Por supuesto que para el diario italiano ninguno de esos nombres constituía un descubrimiento: los tres están ya establecidos en el firmamento cultural de los últimos cien años. Pero la feliz coincidencia de esos tres artículos publicados en un mismo medio y en un mismo día genera un recuerdo emotivo y una necesaria reflexión: el orgullo de que no sólo ninguno de esos nombres es desconocido en nuestro país, sino que, hace más de medio siglo, una revista cultural argentina difundió la obra de cada uno de los personajes nombrados con enorme anticipación al resto del mundo.
Las páginas de Sur incluyeron, a partir de 1930, artículos, ensayos y reseñas sobre todo aquello que a su directora, Victoria Ocampo, y al grupo de colaboradores que la rodeaba, llamaba la atención tanto en la Argentina como en el mundo. Además, los ensayos de la propia Victoria, reunidos bajo el título de Testimonios, también dieron cuenta de las novedades, los hechos y las circunstancias que movían a su autora a ponerlos al alcance de sus compatriotas.
Acaba de volver a las librerías (después de muchos años de ausencia) una reedición del primer tomo de esos Testimonios, que comprende dieciocho ensayos de Victoria escritos entre 1920 y 1934. Uno de esos ensayos, fechado en diciembre de 1934 y que encabeza el libro, describe no sólo el primer encuentro de la autora con Virginia Woolf, sino también incluye una disquisición de inquietante actualidad acerca de la existencia o inexistencia de un modo femenino de hacer literatura.
Por otra parte, la primera edición, a fines del año pasado, de la correspondencia inédita entre el monje trapense Thomas Merton y Victoria, desarrollada entre 1958 y 1968, reproduce los varios artículos publicados en Sur que Merton dedicó a Boris Pasternak, a la interpretación de sus valores religiosos y al extraordinario episodio de cómo se filtraron los originales de Dr. Zhivago en Occidente a través de la llamada Cortina de Hierro. (Puede sorprender el hecho de que Victoria mantuviera una relación epistolar con Merton, monje católico, hombre de letras y activista político de lo que podría llamarse la "izquierda beat" estadounidense: esto también habla a las claras de la amplitud de intereses de la escritora argentina.)
Esa amplitud de Victoria es la misma que la llevó a consultar a Le Corbusier –quien en 1935 había colaborado en Sur con artículos sobre el futuro arquitectónico de Buenos Aires cuyos negros augurios, lamentablemente, se concretaron– para construir una casa en Buenos Aires según un proyecto del arquitecto franco-suizo. Una exposición reciente en Villa Ocampo permitió ver los planos de esa casa jamás construida, y el intercambio de opiniones entre el arquitecto y su comitente.
La lista de los intereses de Victoria y su capacidad de identificación de talentos nacientes es casi infinita. Con el afán de exponer cuanto descubría como valioso o digno de mérito, abrió las páginas de su revista a las expresiones más variadas de la cultura. Y no sólo abrió páginas, sino puertas: su casa acogió a muchos de los extranjeros que admiraba, en una demostración de hospitalidad.
Una de las primeras figuras a las que recibió fue a Rabindranath Tagore, quien había obtenido el Premio Nobel de Literatura en 1913 y pasó una larga estada en San Isidro, en 1924, como huésped de Victoria. ¿Un episodio olvidado? De ninguna manera: una muestra de la notable obra pictórica de Tagore está expuesta en la Galleria Nazionale de Arte Moderna en Roma, acompañada de un catálogo que, a través de varias fotos de ambos escritores, ha vuelto a mostrar la estrecha relación entre ambos.
Las historias y anécdotas nacidas durante la permanencia en la Argentina de los invitados de Victoria son múltiples y fascinantes. Ese afán tan suyo de compartir para hacer disfrutar a los demás la llevaba a incorporar a sus huéspedes al gran círculo de amistades que la rodeaba, en un flujo recíproco de simpatía.
En ese "aire compartido", José Alvarez, el mucamo de Victoria, una tarde contó a monseñor Eugenio Guasta, colaborador y gran amigo de Victoria, acerca de las "rarezas" de Igor Stravinsky, quien, huésped en San Isidro, depositaba peticiones escritas en papelitos, al pie de un ícono de viaje de la Virgen, y después abría la ventana. Si el viento se llevaba el papelito, quería decir que la petición no había sido escuchada; pero si aquél permanecía al pie del ícono, era una evidencia de la aceptación del pedido. El mismo "aire compartido" hacía que el trato nacido de la convivencia diaria con huéspedes ilustres permitiera a Fani, otra asistente de Victoria, referirse con familiaridad a Raissa y Jacques Maritain como "los esclavos de Dios".
El mundo de Victoria fue un universo completo, construido por ella misma sobre la base de afectos y admiraciones que, con un esfuerzo personal inagotable, quiso e hizo que todos los argentinos pudiéramos compartir.
© La Nacion
Juan Javier Negri