Violencia escolar anunciada
Las tensiones de la atmósfera social, cargada de protestas, incidentes y tumultos; los desasosiegos económicos provocados por situaciones injustas, y la percepción cotidiana de personas o grupos marginales, carecientes de ocupación y alimentos, todo eso parece converger hacia un incremento emocional cuya liberación se revela en modos desequilibrantes de comportamientos.
Así, el impulso agresivo está latente, dispuesto a estallar en actos violentos o en otras manifestaciones perturbadoras. Ese cuadro, que afecta a los adultos, incide también en la conducta de los niños y los adolescentes.
El cuadro descripto es el antecedente inmediato invocado para prever un aumento de hechos violentos en el próximo año lectivo. Ese ingrato anticipo no marca una necesidad de que así fuere, pero cuanto en ese sentido viene ocurriendo en los últimos años en el ámbito escolar le da mayor fundamento. Al respecto es oportuno recordar una encuesta realizada por la Fundación Poder Ciudadano. En ella se informaba que el 79% de los directivos y docentes consultados estimaba que la violencia advertida en el curso de 2000 era superior a la registrada en 1999. En cuanto a las causas presumibles de dichas conductas se les imputaban al empeoramiento de la situación económica (75%), a la crisis de los valores sociales (90%), a la falta de autoridad en la familia (54%) y al consumo de drogas (50%). Tal como era percibido en la escuela, el panorama de deterioro, lejos de disminuir, acrecía.
Cabe señalar un factor de otra naturaleza que, sin ser determinante del malestar social, obra a menudo como disparador. Es el caso de la televisión, cuyo poder de sugestión con imagen y sonido combinados, al mostrar reiteradamente las más graves manifestaciones colectivas de violencia, tiende a decantar patrones semejantes de conducta en el televidente, que tanto asimilan adultos como menores, aunque -naturalmente- repercute con mayor severidad entre los más jóvenes.
Es prudente advertir que cuanto está ocurriendo no solamente puede desencadenar respuestas violentas aprendidas en el vasto escenario social. Asimismo, sus efectos pueden desembocar en comportamientos de miedo, a través de formas de ansiedad, alarma y aun de pánico.
Eso vale para los menores, aunque no exclusivamente para ellos. Las carencias que se vienen sufriendo desde un pasado no distante (privaciones) o bien la visión de un futuro de posibilidades perdidas (frustraciones anticipadas) originan estados de ánimo depresivos en los cuales nada parece justificar esfuerzos constructivos. También es válido anotar el grado de desconcierto que vivencia un niño que acaso ha participado en manifestaciones de protesta, pero no sabe por qué.
La diversidad de conductas que quedan bosquejadas permite ver que el problema se puede expresar de muchos modos y con distintas secuelas. La violencia asume protagonismo porque se exterioriza y tiene el carácter de una respuesta destructora directa que parece satisfacer, aunque sea precariamente, al impulso agresivo exacerbado. El miedo, en cambio, puede dañar tanto o más que la violencia, pero por permanecer más en la intimidad no se le concede la misma importancia.
Ante esas perspectivas, qué rol les corresponde a la escuela, a sus directivos y docentes. Sin demora tendrían que ser aleccionados en recursos que conduzcan a que los alumnos puedan encontrar caminos para expresar qué sienten y vías de manifestación constructivas. Ya el hecho mismo de poder dialogar acerca de las tensas cuestiones que los inquietan hace que los problemas empiecen a ser dominables y se perciban vías de superación y distensión.
Dicho de modo breve, es a través de una didáctica adecuada a la edad de los alumnos, con el empleo de técnicas accesibles adquiridas con el apoyo de expertos en la materia, como la escuela podrá enfrentar con acierto su misión elevadora del esfuerzo que lleva a proyectar la vida hacia un futuro difícil, pero mejor.