Y todo empezó en la infancia
Todavía no fui a ver Les Visitants, la muestra recientemente inaugurada en el CCK. Es que -me cuentan-, entre otras obras, se presenta una instalación donde la cineasta Agnès Varda indaga en la viudez. Y decidí que no podía ir a verla antes de saldar una deuda: hace años que en casa tengo un DVD con el film que la Varda realizó a principios de los 90, poco tiempo después de la muerte de Jacques Demy, su esposo. Jacquot de Nantes, se llama, y llegó la hora de sumergirse en él. Porque a Varda, que en su momento fue una joven directora de la nouvelle vague francesa y hoy es creadora de films tan inclasificables como luminosos, se la quiere. Cómo no querer a alguien que da inicio a una película supuestamente autobiográfica (Las playas de Agnès, realizada en 2008) diciendo: "Aquí represento el papel de una ancianita, gordita y habladora, que cuenta su vida. Y sin embargo, son los otros quienes me interesan y a quienes quiero filmar".
Así que me adentré en Jacquot de Nantes, que es muchas cosas menos una elegía. Es un hermoso canto a quien se amó y ya no está. Pero es también un retrato de la poderosa, inasible y deslumbrante pulsión de eso que llamamos infancia. No es la historia del hombre que fue Jacques Demy, sino postales del niño -Jacquot- que lo precedió. En la reconstrucción de esa niñez, Varda encuentra las huellas del director de cine, padre de su hijo, al que conocería tiempo después.
De todos modos, al principio de la película aparece Jacques Demy, observado por los ojos de la cámara que dirige su mujer. Está recostado sobre la arena, en una playa presumiblemente cercana a Nantes, la ciudad donde creció. Mira a cámara, se deja filmar. Toma un puñado de arena, observa cómo se le escurre entre los dedos. De algún modo intuimos que ese hombre sabe que aquí hay una despedida.
"La infancia era su tesoro", cuenta la voz de Agnès. Descubrimos que Demy, el francés que en los años 60 se apropió de los brillos del musical norteamericano e hizo bailar y cantar a Catherine Deneuve en Los paraguas de Cherburgo, se crió entre el aceite y los rulemanes de un humilde taller mecánico. En una casa donde la vida transcurría principalmente en la cocina, los días se sucedían con suave lentitud y los grandes eventos eran la función de títeres en la plaza, el estreno en el cine del centro. La sencillez de una niñez dorada a la que ni siquiera la guerra pudo opacar.
Varda juega con el blanco y negro y el color, la recreación y el testimonio: nos va enseñando la matriz de la que emergería el futuro director de cine. Jacques sería reconocido por sus musicales; Jacquot vivía inmerso en un mundo de canciones populares: las que cantaba su madre al cocinar, entonaba la vecina, resonaban en la radio mientras su padre lidiaba con tuercas y autos. Los films de Jacques desbordaban imaginería y brillo escenográfico; Jacquot armaba, con restos de cartón, piezas mecánicas y el saber manual que le venía de cuna, pequeños escenarios, marionetas, aperturas y cierre de telón. Jacquot se compraría, dando a cambio juguetes y libros, su primera cámara cinematográfica. Escandalizaría a sus padres al decirles que no quería hacer lo que todo hijo de obrero: terminar la escuela técnica, adquirir un oficio. Él quería ir a París, estudiar cine. Su familia, incluso a regañadientes, lo terminaría apoyando.
De a poco, la infancia se le escurría como arena entre las manos. "Jacquot se fue haciendo Jacques", describe, tremendamente amorosa, la voz de Agnès Varda.
Su cine es inteligente, cuestionador, buceador de nuevas formas para el encuentro entre pensamiento, memoria, imagen y sonido. Pero por sobre todo es un cine impregnado de ternura. Como la escena en que Jacquot y su madre van a ver la opereta Los saltimbanquis y todo parece sumergirse en la voz del elenco cantando: "Es el amor lo que consuela al pobre mundo".