Abandonar es morir un poco
En los últimos años, en nuestro país, una espiral de renuncias que pareciera ser interminable, nos ha envuelto. Psicológicamente hay muchos tipos de renuncias. Algunas son renunciamientos, muchas están cargadas de resignación, a veces son simples abandonos y otras hasta pueden ser desprecios.
Renunciar cuando nos sabemos seguros perdedores, es como jugar a ser Zeus por un instante: el momento de la renuncia nos permite intentar retomar desesperadamente el sentido de control, creyendo que con nuestra égida aún podemos producir tempestades aunque fugaces, en un afán final y efímero de someter al destino que nos es adverso. Pero pasado el momento inicial, la renuncia tiene costos: renunciar significa abandonar, y abandonar un proyecto es también morir un poco.
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Como sociedad, esta nueva renuncia nos remite, inevitablemente, a todas las anteriores; a la continuidad de renuncias iniciadas con la de Carlos Alvarez y seguidas por las de Fernando de la Rúa y de Adolfo Rodríguez Saá; imprimiéndose así en el imaginario colectivo una huella que acompañará los pasos de los futuros gobernantes: ante las crisis, el abandono será una variable por considerar.
Los mandatos electorales dependen de la fortaleza para asumir adversidades del líder de turno. Estas elecciones suponían el cierre de un período de renuncias. Sin embargo, la zaga parece no terminar: la refundación de esta nueva etapa presidencial tendrá en su origen la marca, cuando no el estigma, de una renuncia.
El general San Martín supo de renunciamientos. Ellos estaban alejados de especulaciones mezquinas. La diferencia con las renuncias que conocemos en este momento es tan grande como la diferencia de los sueños del país en el siglo XIX y su realidad en el XXI.
Aunque cargados de omnipotencia creamos que podemos torcer la curva de nuestro propio destino, finalmente nadie escapa al fatalismo de su propio ser. Menem tampoco.
Los autores son psicólogos políticos y profesores de la Universidad de Belgrano.
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