Los intelectuales y el país de hoy. "Ahora tenemos una sociedad más solidaria", dice Sergio Berensztein
Los cambios en el país, según el politicólogo
Como analista político, a Sergio Berensztein le preocupan, especialmente, los temas relacionados con la crisis institucional de la Argentina y con lo que él define como una “pobre estatalidad”. Lo desvela, también, la preocupación por encontrar caminos para transformar esta gran vitalidad que tenemos como sociedad –que, a su entender, es uno de nuestros rasgos más salientes– en energía de gobierno. Dice que debemos hacerlo de manera democrática y civilizada.
Licenciado en Historia con diploma de honor de la Universidad de Buenos Aires, Berensztein completó su maestría y doctorado en Ciencia Política en la universidad norteamericana de North Carolina at Chapel Hill. Luego vivió y trabajó, de 1995 a 1998, en México, y más tarde regresó a Buenos Aires, donde se desempeña como profesor de la Escuela de Gobierno de la Universidad Torcuato Di Tella.
Berensztein integró la Comisión de Reforma Política del Diálogo Argentino (2002-2003) y actualmente coordina la Mesa del Diálogo para la Reforma Política de la Provincia de Buenos Aires. En estos días revisa los borradores finales de dos obras: “Crisis institucional y reforma política en la Argentina” y “Los viejos problemas de la nueva Argentina”.
Entre tales problemas destaca nuestra baja calidad institucional, la falta de un Estado moderno, capaz de amalgamar la sociedad, integrarse en el mundo y favorecer el desarrollo, y la existencia de reglas de juego que, antes que tender a sacar lo mejor de cada ser humano para una convivencia civilizada y para poder ser eficientes y competitivos, más bien generan comportamientos asociales.
"La gente, en la Argentina, desconfía. No tiene incentivos para esforzarse ni para desarrollarse -dice-. Desperdiciamos, así, un montón de oportunidades. Obviamente, los recursos naturales son importantes, pero hoy el desarrollo es capital humano, conocimiento puro."
-¿Por qué tenemos tanta dificultad para adoptar reglas de juego que promuevan círculos virtuosos?
-Creo que vivimos experiencias muy traumáticas como sociedad, con mucho autoritarismo, represión, violación de los derechos humanos y una difícil construcción de la memoria. La violencia es una herida abierta, siempre mal cicatrizada. Uno se pregunta cómo puede ser que hayamos experimentado todas estas cosas tan terribles, y yo creo que tiene que ver con la falta de reglas del juego positivas, que en las sociedades modernas son las que generan democracia, desarrollo e integración. Acá lo único permanente fue la falta de un Estado de Derecho. Por eso, hasta que la Argentina, y lo mismo digo para América latina, no consolide Estados bien financiados y con instituciones sólidas, la democracia va a seguir siendo una democracia electoral, con alguna alternancia, pero va a ser muy difícil pasar a un estadio donde haya un desarrollo humano sustentable.
-¿Nos falta mucho?
-La Argentina es un caso muy traumático, porque veníamos de un desarrollo notable hasta la década del 30, por encima del promedio, y no sólo de América latina. Pero la sociedad empezó a resquebrajarse con enfrentamientos muy profundos. Y no me refiero sólo a la economía, porque, en realidad, la economía siguió creciendo por bastante tiempo. Me refiero, sobre todo, a lo institucional, a los valores, a las relaciones que se establecieron entre los actores sociales, de mucha desconfianza. Una manera de ver cómo se empezaron a condensar los conflictos es a través de la cuestión tributaria. Surge ahí una cosa bastante perversa, con actores de la sociedad que prefirieron eludir, evadir, no financiar al Estado. Ante la percepción de que no hay seguridad jurídica para ahorrar en el país, se ahorra en el exterior. Así, se va extendiendo la práctica, al tiempo que se reduce la torta. El Estado recauda poco y recauda mal, porque al recaudar poco está obligado a salir a buscar plata de la manera más fácil y rápida posible. Entonces, se cobra mucho IVA, que es un impuesto regresivo, se imponen retenciones o impuestos a las transacciones financieras y otros que son fáciles de cobrar en términos relativos, pero que ocasionan problemas muy fuertes al mercado y a la sociedad en su conjunto, una mala distribución de la riqueza y malos incentivos para la inversión y el desarrollo. Es el círculo vicioso perfecto. Todo el mundo sabe que esto no debería pasar, pero es muy difícil desenredar un mecanismo complejísimo que se va perpetuando.
-¿El Estado terminó por financiarse con inflación o utilizando recursos que tenían otros destinos, como las cajas de jubilaciones expoliadas?
-Claro. Lo cual es muy terrible, porque el Estado empezó a romper los pactos más importantes: el intergeneracional, de solidaridad con los mayores, o el de respetar y defender el valor de la moneda, por caso. Un Estado que viola pactos impone una dinámica de destrucción de confianza permanente. Otro ejemplo es el de episodios de naturaleza distinta, pero que apuntan al mismo problema, como son las violaciones de los derechos humanos o la violencia estatal. El Estado, en vez de hacer lo que dice la ley, termina ejerciendo actos absurdos, inhumanos y de igual o peor calibre que los sectores que efectivamente violan la ley. Entonces, el pacto social se resquebraja completamente. Ese es el gran tema, todavía acuciante para nosotros: cómo construir un orden político-democrático, porque sin Estado no hay capacidad de establecer ningún sistema político que funcione de forma tal de poder canalizar las demandas de la sociedad y representar los distintos intereses. El gran dilema para los argentinos es la construcción de la estatalidad.
-¿Cómo se la construye?
-Con una visión de largo plazo. Hay que mirar qué pasa en el mundo y tratar de adaptar los estándares de calidad institucional a lo que puede necesitar la Argentina. Si repasamos las experiencias de la Unión Europea, por ejemplo, vemos que las reglas de Maastricht significaron criterios muy estrictos de política monetaria y fiscal, lo que ya es conocido, pero tal vez nos sorprenderíamos al comprobar que ellos aplicaron los mismos estrictos criterios en materia de políticas públicas y de calidad institucional.
-Un tema sobre el que se vuelve todo el tiempo, pero que no se resuelve, es el de la reforma política. ¿Coincide con quienes sostienen que un paso importante para la consolidación de la democracia sería la eliminación de las listas sábana?
-La reforma política tiene que ser concebida como un esfuerzo de largo plazo, porque las democracias consolidadas nunca terminan de reformar algún aspecto de su sistema. Hay temas que son abiertos, que son constantes, y hay que tener siempre el compromiso de mejorar lo que pueda ser mejorado. Personalmente, creo que la lista sábana no es el punto más conflictivo. Es más: en un contexto de mayor transparencia en el financiamiento y en el control de las elecciones, con partidos más fuertes, yo no tengo ningún problema en que se mantengan. Reforma Política Ya, movimiento al que pertenezco, critica mucho las listas sábana, y yo me adapto a eso, porque creo que lo más importante es que se debatan y se discutan estas cosas. Pero digo que no hay un único sistema electoral bueno. No hay sistema electoral ingenuo. Todos están hechos para que uno gane y otro pierda. Cuando yo le pregunto a la gente sobre los países en los que les gustaría vivir, uno es España, y en España hay listas sábana. Allí los ciudadanos no se quejan, o al menos no se quejan como acá, porque acá la gente identifica las listas sábana como la mayor causa de los problemas funcionales del sistema político. Yo creo que eso es una gran simplificación. En general, los grandes problemas tienen múltiples causas. Una puede ser el sistema electoral, pero, generalmente, hay otras causas asociadas, a veces más importantes, como, por ejemplo, el sistema de financiamiento de la política.
-¿Coincide con quienes sostienen que si se eliminaran las listas sábana desaparecerían los partidos pequeños y se consolidaría el bipartidismo?
-Puede ser. Puede ocurrir. Por eso yo creo que eliminar la lista sábana es una opción para mejorar el sistema político, pero depende de con qué sistema se lo reemplace. En un sistema uninominal, uno puede ganar con el 40 por ciento y el otro salir segundo con el 36 por ciento, y quedarse sin representación. Sería un porcentaje muy importante de la población el que quedaría sin representar. En Chile es así. En Inglaterra, por ejemplo, el Partido Liberal Democrático tiene bastante presencia, pero escasa representación, porque conservadores y laboristas se llevan el 80 o el 90 por ciento de los votos. En Estados Unidos, gana el más votado por distrito. Si uno saca el 50 por ciento y otro el 48, queda toda una minoría sin representar.
-Una de las grandes críticas a nuestro sistema electoral es que se ponen personajes prestigiosos a la cabeza de las listas y debajo vienen desconocidos, que responden a compromisos partidarios antes que a sus votantes.
-Si todos los partidos funcionaran bien, eso no pasaría, pero la política es política en todos lados. Sin duda, hay problemas de calidad de los recursos humanos que se acercan a la política. El dream team es difícil de lograr. En parte, es una cuestión de reglas del juego. Si hiciéramos una selección mundial de los mejores líderes históricos, incluidos Churchill, De Gaulle y compañía, y los pusiéramos a actuar con estas reglas de juego, las cosas no serían muy distintas de las que vivimos hoy. Por eso tiene que haber un cambio de reglas progresivo. Hay que dar incentivos selectivos para que los mejores se interesen por la cosa pública. Esto hoy es difícil porque la política atraviesa una crisis de legitimidad, que llevó a la improvisación de líderes y a la no renovación partidaria. Cuando desde el poder se inventan candidatos, el muy necesario cursus honorum de la política queda desvirtuado. Los incentivos para hacer carrera son hoy nulos. Entonces, viene la autoexclusión de los ciudadanos y la sociedad canaliza esta vocación pública de otra forma. Un ejemplo emblemático fue la creación de Poder Ciudadano, hace 15 años. Hubo otros, pero este caso me parece que marca un antes y un después en la lucha por la transparencia, contra la corrupción, donde el poder de los ciudadanos, que ya no se canalizaba políticamente, comienza a buscar caminos alternativos o complementarios a los partidos, en tiempos en que los partidos parecían alejarse cada vez más de la gente. Fue progresivo. Después hubo coyunturas críticas: la crisis del Senado, la renuncia de "Chacho" Alvarez, el voto bronca previo a la crisis de diciembre de 2001? Hubo un lento, pero sostenido, desinterés por el voto y por la democracia en su conjunto. El "que se vayan todos" terminó de expresar de manera muy dramática algo que venía creciendo muy paulatinamente y que, a la larga, creo que le hizo bien al sistema político, porque por fin se pudo entender la brecha que lo separaba de la sociedad.
-Pero no se fue nadie...
-Eso también fue positivo, porque si se hubieran ido todos, hubiera sido terrible. Ningún país hace saltos al vacío. Ningún país razonable echa a todos los políticos de un día para el otro. Eso no pasó nunca. Se puede hacer una transformación, una transición, pero de acuerdo con la ley. Echar a todos sería desconocer que hay mandatos; sería desconocer el voto popular. Eso es golpista.
-Hubo una crisis de legitimidad y una crisis de confianza: el peor de los escenarios.
-En el peor momento de la crisis empecé a elaborar, en la Universidad Di Tella, los índices de confianza en el Gobierno, porque me di cuenta de que esto era algo muy estructural, que ya no pasaba por una actitud de rechazo a un partido o a una figura, sino que era algo sistemático. En las encuestas, uno veía que la gente rechazaba a los que estaban en situaciones de poder, empresarial, sindical, no solamente a la clase política. Por eso, creo que la reforma política que hace falta en realidad tiene que tener en cuenta la formación de líderes en un sentido amplio y no solamente en un sentido partidario. La democracia argentina es una democracia de partidos: está en la Constitución a partir del 94 y yo creo que algo bueno de esta democracia es que por primera vez los partidos políticos empezaron a cooperar para mantener el sistema. Los partidos políticos están muy erosionados y es parte de nuestro desafío el mejorarlos. Nuevos o viejos, pero los que están tienen que funcionar bien y hoy no lo hacen. En muchos casos son sólo cáscaras huecas, en las que no hay debate, no hay discusión, no hay interacción.
-¿Se trasladó a otros ámbitos ese debate?
-Como hay una pérdida del valor y del sentido de la política, muchas veces se traslada a lugares donde no debería estar, como los medios de comunicación. Hoy tenemos figuras públicas mediáticas con mucha más legitimidad que muchos políticos legitimados por el voto popular. Está todo muy trastrocado.
-¿Cómo se fortalece la política?
-Tiene que haber un compromiso y un esfuerzo público de todos los sectores. Falta ponerse de acuerdo sobre qué sistema político necesitamos, más allá de los instrumentos puntuales de la reforma política. ¿Qué política queremos? ¿Una política abierta, plural, dinámica, tolerante, donde todas las voces sean oídas y donde se alcancen consensos que logren plasmarse en políticas públicas? ¿Queremos eso? Entonces, hay que invertir en formación y en financiamiento, para que los partidos tengan los medios, independientemente del poder económico o de las influencias de los políticos. Tiene que ser algo muy regulado. Sin partidos políticos no hay democracia. De modo que la cosa es seria. La gente que despotrica contra la política y los partidos políticos no está dando, sin embargo, otras respuestas. Lo más fácil es el dedito acusador y decir que todos son chorros. Lo más difícil es comprometerse, pelear, meterse, ganar espacios. Personalmente, creo que estamos en una postura demasiado cómoda como sociedad. Tenemos una evidencia de inmadurez y de delegación.
-¿Cómo anda hoy el índice de confianza en el Gobierno?
-La Argentina experimentó un proceso de debilitamiento de la autoridad presidencial muy profundo desde 1997 en adelante. Pero con Kirchner hubo una recuperación extraordinaria: la gente decidió apostar, aun antes de que el Presidente hiciera cualquier cosa. Fue como una necesidad de vivir, contra toda esperanza, el principio del fin de la crisis. Después, Kirchner subió y bajó, pero se mantiene en niveles muy altos. Este gobierno tiene imagen de capacidad de gestión, de capacidad para resolver las cosas, si bien tiene problemas en la percepción de la corrupción. Por lo menos, la mitad de la gente piensa que hay corrupción en el sector público, que se gasta mal el dinero de los contribuyentes. Hay una desconfianza muy fuerte en el gasto público, con una percepción de que el Gobierno es permeable a intereses particulares: lobbies y grupos de intereses sectoriales. Es decir: la imagen del Gobierno es buena, pero en todo lo que tiene que ver con la calidad institucional, el puntaje baja.
-¿Molestan los desplantes presidenciales?
-Les molestan a la clase alta, a las mujeres y a los habitantes de la ciudad de Buenos Aires. Les molestan menos a los hombres y a los habitantes del interior del país. Después, hay cortes interesantes por edad. La Argentina es una sociedad muy rara. Los más grandes son optimistas y los más jóvenes son muy pesimistas. Eso es muy triste.
-¿Cómo se logra formar buenos cuadros del Estado?
-Una opción es una gran escuela de la administración pública, y también que haya más preocupación por lo público en las universidades. Existe, pero no en el número ni en la calidad necesarias. Hay que capacitar a la gente para que entienda la complejidad del mundo público y para que aspire a tener carreras estables. También hay que aprovechar los recursos de los sindicatos del sector público, que son muy importantes. Los empleados del Estado tienen que ser parte de la solución. Las huelgas son comprensibles, porque los niveles salariales son bajos, pero no son la solución de largo plazo y con esta dinámica de reproducción de los conflictos del sector privado lo que se pone en juego es la calidad de vida de la gente. Yo creo que el shock de calidad institucional que necesita el país tiene al Estado como el principal foco de atención de toda la sociedad. Hasta ahora no hemos mirado eso lo suficiente y, de hecho, este gobierno tampoco ha hecho demasiado. Por supuesto que una buena burocracia es limitante para cualquier aspiración de poder hegemónico, pero el país está reclamando la puesta en marcha de políticas estables, que trasciendan una gestión de gobierno.
-¿Es posible alcanzarlo con el nivel de remuneraciones que se pagan en la gestión estatal?
-Lo más caro es pagar poco. Pero ocurre que lo que produce el Estado no es lo que la gente demanda. Entonces, pagarle mucho a alguien que no hace lo que uno espera no tiene sentido. Además, hay una sospecha de corrupción, justificada a veces y otras no, con lo cual el razonamiento en muchos sectores de la sociedad es: "si van a robar, que roben; total, por lo menos les pagamos poco". Es entendible que la gente reaccione mal, pero desde el punto de vista de la organización de un Estado moderno, insisto, lo más caro es pagar poco. Países como Inglaterra, Francia y los Estados Unidos tienen burocracias estatales con niveles salariales muy competitivos, pero exigen eficiencia y resultados.
-¿Cómo fue su experiencia en la Mesa del Diálogo Argentino, en momentos tan conflictivos para el país?
-Yo fui llamado en el año 2002 como representante de la Universidad Di Tella y luego quedé integrado por mis conocimientos de politicólogo. Lo primero que me sorprendió fue el grado de fragmentación de la sociedad argentina. Todo eran quejas. No había propuestas e incluso los sectores que representaban a los mismos intereses decían cosas contradictorias. Fueron muy llamativos el desorden y la crisis de liderazgo, mezcladas con actitudes individuales de una solidaridad conmovedora. A mí, que provengo de la comunidad judía, me impresionó mucho la generosidad de la Iglesia Católica. Creo que hice un curso acelerado de ciudadanía. Entendí, entre otras cosas, el nivel de simplificación que solemos tener los argentinos cuando no conocemos los temas y pensamos que las soluciones son sencillas. Por eso les tengo ahora mucho más respeto a los políticos: porque comprendí hasta qué punto es complejo gobernar, sobre todo cuando la sociedad tiene intereses tan dispersos.
-¿En qué etapa está ahora la Mesa del Diálogo?
-Continúa, con mucha menos visibilidad pública. Además, hubo una apertura a todos los credos. Se formó una especie de expresión mucho más plural, diversa y fascinante para lo que es la Argentina, de la cultura del diálogo. Yo creo que en el largo plazo esto va a ser recordado como un punto de inflexión, porque implantó la cultura del diálogo en una sociedad confrontativa e intolerante. Además, introdujo propuestas importantes. El Plan Jefes y Jefas salió de ahí, lo mismo que propuestas de reforma política que tuvieron estado parlamentario y algunas que se aprobaron, como la ley de internas abiertas y simultáneas, que, en su momento, sirvieron para dar alguna respuesta de corto plazo. Fueron medidas aisladas, parte de un conjunto más completo que, finalmente, no hubo oportunidad de discutir ni de aprobar. Lo que queda como deuda es encontrar mejores canales de interacción con la clase política para que todos estos consensos que cuentan con el apoyo de la sociedad civil puedan transformarse en políticas públicas. Ese es mi desafío actual en la provincia de Buenos Aires, donde estoy coordinando una experiencia de diálogo político para una reforma política.
-¿Es optimista?
-Mucho. Porque hacemos muchas cosas mal, pero igualmente creo que en estos 20 años logramos algunos consensos fundamentales. Por primera vez en la historia, hoy tenemos un sistema político claramente democrático, sin actores "extrasistémicos". No hay ningún actor que pueda hacer peligrar la sustentabilidad de la democracia. Pasamos crisis muy agudas, pero siempre se procesaron dentro de las instituciones. Yo creo que el espíritu de Balbín y de Perón terminó por formar parte del sentido común de la política. Nunca antes pasó esto. Hay que mejorarlo, pero está. Lo segundo tiene que ver con los derechos humanos: jamás como ahora hubo una sensación de que no se puede usar la violencia como método de acción política, que no se puede eliminar al otro, que hay que respetar incluso al adversario. Esto es un valor fundamental. Tuvimos que hacer un desastre para entenderlo, pero yo creo que el "Nunca más" también caló en nuestra identidad como nación. Lamentablemente, seguimos violando derechos sociales: los chicos no tienen acceso a la educación y a los bienes culturales, hay violencia social, policial, secuestros... Pero que hay un umbral de rechazo a la violencia que nunca estuvo tan sólido y alto como ahora también es cierto. Tercer consenso: este país aprendió a ser responsable en términos fiscales y a odiar la inflación. Tuvimos varias hiperinflaciones, destruimos el ahorro público, llegamos a este consenso después de desastres de décadas. Hubo un político como Duhalde, que no tenía fama de ser un administrador muy prudente en la provincia de Buenos Aires y, sin embargo, prefirió una hiperrecesión a una hiperinflación, porque sabía que la hiperinflación lo eyectaba del poder. Fue un aprendizaje costosísimo para todos, pero creo que ha quedado como un valor. Por último, creo que ésta es una sociedad mucho más solidaria. En plena crisis, consagró el derecho a la inclusión social con el plan Jefes y Jefas, que es ley. Por supuesto que hay corrupción, clientelismo, falta de transparencia, pero... que en el medio de la peor crisis el país se haya acordado de los que menos tenían... Ese es, sin duda, el país en el que yo quiero vivir. Si sumamos estos cuatro aspectos, tenemos una sociedad con posibilidades de lograr lo que se proponga en el futuro, que tuvo que vivir lo que vivió y que aprendió a los ponchazos, como aprenden todas las sociedades, en cierto sentido. Pero creo que tenemos valores y los ingredientes necesarios para ser un país extraordinario.
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