Cómo se fue enrareciendo el clima de la protesta
Muchos porteños reclamaban cambios en el Gobierno cuando reincidió la violencia en las calles
Cuando la ciudad estallaba por el tañir de cacerolas en todos los barrios, la Plaza de Mayo seguía desierta, esperando. Lo hizo por poco tiempo. A la medianoche, las primeras familias ya llegaban, tímidas, por la vereda de Diagonal Norte. Dos horas hicieron falta para que la protesta genuina de la mayoría fuera deshecha por ataques vandálicos, donde el romper por romper dominó los ánimos, ya descontrolados.
Los primeros eran matrimonios mayores, jóvenes parejas, adolescentes más fanáticas de Bandana que del Che. No había encapuchados, sino teléfonos celulares, y cada uno era protagonista de la noticia, que ellos mismos registraban con sus cámaras pocket y videocámaras digitales.
De a poco llenaron la Plaza, batiendo ralladores, pizzeras, cucharones, botellas de plástico. Todos los ruidos eran uno solo: el de la bronca por los cheques atrapados en la falta de clearing y los plazos fijos y depósitos cautivos en los bancos. "¡Ladrones! ¡Que se vayan!", vociferaban. El reclamo llegó hasta para la Justicia. Un joven abogado tenía un cartel escrito con marcador, fijado en su remera con un broche de colgar la ropa. "Fuera ministros de la Corte". Señoras con bebes en brazos y cochecitos sumaban más barullo. Alrededor de la Pirámide de Mayo se confundían banderas argentinas con las de Racing.
A la 1.45 ya ocupaban toda la Avenida de Mayo hasta el Congreso. Siete despistados con banderas del Partido Humanista entraron tímidos a la Plaza. Cien personas los acorralaron al grito de "¡fuera!". No era el lugar para consignas políticas. Las Madres de Plaza de Mayo y su legión fueron, en cambio, bien recibidas.
El frente de la Casa Rosada, protegido por un doble vallado, era custodiado por apenas 20 policías cruzados de brazos. Frente al Ministerio de Economía, con disimulo, se ubicaron un camión hidrante y efectivos de infantería.
A las 2.15, los que estaban en la primera línea cruzaron la doble valla. Eran jóvenes exaltados, que gritaban y bailaban. Los separaba de los policías sólo su voluntad de no avanzar. El clima se enrarecía a medida que las cañitas voladoras disparadas hacia la Casa de Rosada acertaban en los balcones y atronaban. Eso fue suficiente para que los que habían cruzado el vallado avanzaran sobre los policías, que se abrieron. Sus órdenes no eran las mismas que hacía una semana.
Los jóvenes alcanzaron el hall de la Casa de Gobierno, donde suelen montar guardia los granaderos. Ya fue la debacle. Colgaron banderas de agrupaciones ignotas y empujaron con las vallas como arietes la reja de entrada para ingresar. Prendieron fuego allí y pintaron con aerosol el frente de la Casa de Gobierno.
Para entonces, los vecinos que estaban cerca ya se habían ido. Dos corridas los disuadieron. No estaban dispuestos a participar de lo que, para entonces, se preveía.
En minutos comenzaron los gases desde dentro de la Rosada. La picazón y las ganas de vomitar alertaron a la gente, que en cinco minutos dejó la Plaza desierta. Sólo quedaron unos 500 exaltados que porfiaban en avanzar. La lluvia de gases se hizo intensa en Hipólito Yrigoyen. Frente al Banco Nación, un chorro de agua a presión de los bomberos pretendía enfriar los ánimos. Ya era imposible.
Desde la Casa de Gobierno, las granadas químicas describían una amplia parábola para llegar hasta casi el Cabildo. Dos policías uniformados y desorientados llegaron caminando desde el Cabildo. La multitud los insultó y un centenar los corrió. No hicieron 20 metros cuando los tiraron al piso. A uno lo patearon y golpearon, y un encapuchado con el torso desnudo le robó el arma, se la puso en la cintura y se fue, mientras otros le seguían pegando. Su compañero, a los pocos metros, tirado en la Plaza, fue salvajemente golpeado. Jóvenes radicalizados lo pateaban en la cabeza. Uno se paró a su lado y estrelló un cascotazo en la cabeza del policía, ya desfigurada por las heridas y la sangre. Gente común lo subió a una camioneta de Cliba, justo a tiempo para salvarlo.
Los violentos, armados con piedras y vallas, retrocedieron por Avenida de Mayo. Rompieron vidrieras en el Banco de Galicia y en un McDonald´s. La policía los corrió.
A 10 cuadras de allí, en el Congreso, se libraba otra batalla. Un grupo de vándalos entró por el acceso de Entre Ríos, prendió fuego en el interior del edificio, arrancó cortinas y alimentó el incendio con sillones que, al final, arrojaron por la escalinata.
La policía evitó que la ola de depredación se extendiera y la guardia de infantería, a fuerza de gases, los dispersó por Callao y por Rivadavia. A las 5, cuando comenzaba a clarear, la batalla continuaba con trifulcas aisladas.
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