Decisivo paso hacia un mejor control
N uestra república ha padecido históricamente de un pernicioso déficit. Dicho de manera llana: los jueces han mostrado en general escasa disposición para controlar seriamente a los funcionarios que detentan importantes cuotas de poder. Sólo cuando esos funcionarios lo han perdido es que los magistrados, también en general, se atreven a indagar en la forma en que aquéllos cumplieron con el mandato otorgado por el pueblo, como verdadero soberano.
Es cierto que muchas veces los órganos encargados de brindar protección a los jueces para que éstos cumplan su misión con la necesaria tranquilidad -léase el Ministerio de Justicia o el Consejo de la Magistratura- han sido los primeros en hacerle saber al magistrado de turno de los problemas que enfrentaría, en caso de intentar lo que debería ser básico en un esquema de país serio. Dicho nuevamente en forma llana: que los funcionarios sepan que, como cualquier mortal común, se encuentran igualmente sometidos al imperio de la ley.
La reciente resolución que ordena el procesamiento del vicepresidente Boudou constituye un paso de tremenda importancia para comenzar a paliar el déficit señalado al comienzo. Un principio que desde ya ha de amparar al licenciado Boudou es el de la presunción de inocencia, de manera tal que el vicepresidente puede confiar en que con posterioridad a esta decisión se abrirán nuevas etapas de amplia producción de prueba. Si, como él señala, es realmente ajeno a los gravísimos hechos que se le imputan, habrá otros jueces -a quienes debería dejarse trabajar sin presiones ni ataques a su independencia- que estarán en condiciones de así establecerlo. Esta decisión que ahora lo afecta tiene el mérito de haber concretado muy específicamente los cargos en su contra, con una minuciosa mención de las pruebas e indicios que provocan que el proceso deba seguir adelante.
Esos cargos incluyen imputaciones de haber desplegado conductas en nuestro medio nada infrecuentes, y que deberíamos aprender a desterrar para siempre. Esto es -siempre presuntamente- el haber aceptado beneficios económicos indebidos y haberse interesado en negocios totalmente incompatibles con su alta jerarquía.
La ciudadanía toda tiene derecho a que sus representantes, sobre todo cuando desempeñan tan alto cargo, sean éticamente irreprochables. Lo ideal, desde ya, sería que además de eso fueran capaces en el desempeño de su cargo. Si esta última virtud está ausente la ciudadanía, mediante el sufragio, tiene la posibilidad de que esa incapacidad sea en algún momento revertida. Pero si lo que falla es la imprescindible cuota de honradez, el daño institucional se proyecta por mucho más tiempo.