El árbol se conocerá por sus frutos y sus semillas
La sentencia sobre las leyes del perdón pasará a ser un símbolo de estos tiempos, una marca de la actual gestión de gobierno y una señal característica de la composición actual de la Corte Suprema de Justicia.
Salvo la democracia alemana, ningún otro Estado llevó tan lejos como el argentino la persecución de los crímenes cometidos por autoridades estatales. Además, la decisión judicial ha sido tomada durante la gestión de gobierno de Néstor Kirchner por una Corte moldeada por el primer mandatario, que nombró a cuatro de sus nueve integrantes.
La historia argentina dirá si la decisión es tan provechosa como fue la memoria del Estado alemán. El futuro dirá si este árbol dará las semillas de un futuro mejor.
Pero, por ahora, debe comprenderse que si el fruto emerge a la superficie en un momento determinado, no es que lo hace en forma espontánea sino como consecuencia de un proceso previo, de una evolución de las ideas y de las marchas y contramarchas de la democracia argentina: fue precisamente un gobierno justicialista –el encabezado por la señora de Perón– el que ordenó a las Fuerzas Armadas alistarse para “aniquilar” a la subversión.
El primer paso de la referida evolución tuvo lugar cuando la Argentina aprobó el Pacto de San José de Costa Rica, eje del fallo dictado ayer. Pero adquirió un especial desarrollo a partir de la reforma constitucional de 1994, que incorporó ese y otros tratados a nuestra Constitución, con igual jerarquía que ésta. No todos los Estados tienen esa equiparación, y haber adoptado esa decisión tiene sus consecuencias.
Siete jueces de la Corte adscribieron a un criterio aperturista, sin restricciones, para castigar los delitos de lesa humanidad.
En una postura solitaria, pero no menos importante, queda colocado Carlos Fayt, que advierte que el precio de esa apertura no puede ser el de violar principios fundamentales de nuestro derecho -que también son universalmente aceptados-, como el de los derechos adquiridos al amparo de las leyes más benignas (como lo fueron las leyes del perdón) y el de legalidad.
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Sin embargo, sería estrecho leer esta sentencia desde una óptica estrictamente jurídica. Una mirada internacional revela que ha pasado un largo período desde los crímenes del nazismo cometidos entre 1933 y 1945 y condenados por la Alemania de posguerra y los crímenes de la represión que ahora se volverán a juzgar: el mundo occidental, incluida la Argentina, desarrolló un derecho de los derechos humanos, universal y similar para todos los países.
Por supuesto, no todos los países avanzan a igual paso por esa senda. Quizá lo hacen aquellos que sienten más culpas colectivas o tienen menos fuerza para resistirse. Y, quizá por eso, la Argentina no dudó un minuto en suscribir el tratado de la Corte Penal Internacional, mientras que la principal potencia del mundo, Estados Unidos, se sustrae a todo control.
A la par de los pedidos de extradición impulsados por Francia y por Alemania contra varios ex militares, los jueces, especialmente a partir de 2001, comenzaron a revisar la historia y abrieron el camino al fallo de la Corte.
En segundo lugar, este fallo hubiera sido impensable con una composición conservadora de la Corte, como la que se formó en los años noventa y subsistió hasta el gobierno de Eduardo Duhalde. Primero, con el nombramiento que este presidente hizo de Juan Carlos Maqueda y, después, con las designaciones efectuadas por el presidente Néstor Kirchner, el alto tribunal cambió de ideología. Solamente entonces se creó el clima propicio para la sentencia.
Otro factor contribuyó a este desenlace. La República ya no está amenazada por la sombra de ningún golpe de Estado y, aun con sus flaquezas, los argentinos asumieron la democracia como un valor y las Fuerzas Armadas se incorporaron de lleno en la vida cívica del país.
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Ahora bien, tan cierto como es que los tratados internacionales asumen, por ahora, que el terrorismo de Estado es más grave que el cometido por los particulares, también es injusto castigar a los ex militares cuando se disimula la culpa de los otros victimarios, los terroristas subversivos. En ambos bandos hubo víctimas y victimarios. Ahora, el derecho internacional nos obliga a dejar de lado una vieja tradición de disponer amnistías para pacificar el país. Reavivamos así una vieja herida y tomamos un remedio, pero por la mitad.
Pero mucho peor aún es permitir que la realidad de los años setenta nos ciegue ante los desafíos que impone la actualidad. Basta con recordar que los ataques contra las Torres Gemelas o la Estación Atocha fueron cometidos por células terroristas que no pertenecían al Estado y segaron miles de vidas, para advertir que los terroristas deben merecer igual castigo que las autoridades que abusan del poder. En los países centrales se persigue a los criminales, sean funcionarios o ETA o cualquier grupo terrorista. Nadie debe quedar al margen de la Justicia.
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