Naturaleza política. El déjà-vu de Hernán Lombardi
Por Graciela Mochkofsky De la Redacción de LA NACION
Hernán Lombardi tenía seis años el 28 de junio de 1966, cuando un golpe militar derrocó al presidente radical Arturo Illia. La memoria de ese día lo ha perseguido, como un fantasma maldito, toda su vida.
En su mente infantil se fijó a fuego la imagen de un viejito amable que era empujado cuesta abajo por un grupo de hombres malvados en las escalinatas de la Casa de Gobierno.
Mientras lo miraba por televisión, alguien dijo que el viejito era presidente de la Nación. ¿Cómo era posible?
En la adolescencia se hizo militante del sector más izquierdista del radicalismo. La última dictadura estaba cayendo, se sentía el rugir de nuevos vientos democráticos, e Illia, creyó Lombardi con alegría, sería al fin reivindicado.
Pocos años más tarde, el gobierno alfonsinista le rompió el corazón con las leyes de punto final y de obediencia debida. Renunció para siempre al partido.
Pero no pudo deshacerse de la pesada sombra de Illia. Se aficionó a los testimonios sobre su caída.
Sobre la base de ellos escribió, con el dramaturgo Eduardo Rovner, una obra de teatro que lleva por título la frase que Illia susurró a sus hijos en el lecho de muerte: "¿Quién va a pagar todo esto?"
Lo perturbaba especialmente el cruel relato del derrocamiento que había escrito Roberto "Bobby" Roth, ex secretario de Legal y Técnica del general Juan Carlos Onganía, en su libro "Los años de Onganía". Describía a un Illia en estado autista, que se entera tarde de que ha habido un golpe militar y se demora autografiando fotos mientras un grupo enfervorizado de radicales, en una típica actitud de comité, toma café y fuma en el antedespacho.
"El coronel Perlinger (Luis), de civil ya que está retirado, es elegido para dirigir la evacuación de la Casa Rosada -escribió Roth-. La operación se hará con policías para evitar que la repugnancia radical por los militares genere algún incidente o precipite una tragedia.
"Perlinger entra en el despacho presidencial, colmado de gente y de humo de tabaco, donde un imperturbable ordenanza continúa sirviendo café. "Aquí se acabó el café", le espeta Perlinger. El ordenanza desaparece.
"Mientras tanto los policías de la Guardia de Infantería van entrando al despacho. Al presidente no se le puede tocar. La técnica que se intenta es presionar suavemente sobre la masa de la Juventud Radical, que lo ha rodeado facilitando impensadamente la operación, para que juntos sean expelidos por la única puerta abierta, que da al corredor de salida."
Todavía intentaba que la obra fuera puesta en escena cuando se topó con Fernando de la Rúa, entonces jefe del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y precandidato a presidente.
Sólo la obsesión de su infancia puede explicar la inmediata afinidad que sintió por De la Rúa, ideológicamente en sus antípodas.
Su simpatía fue tal que decidió regresar a la vida política. Fue su secretario de Turismo en la ciudad y, luego, cuando De la Rúa llegó a la presidencia de la Nación.
El 20 de diciembre del año último, cuando todo ya estaba dicho, Lombardi intentó convencer a De la Rúa de que no renunciara a la presidencia. Tenía que haber una salida. Pero De la Rúa estaba sin reflejos, como autista. No era posible, se desesperó Lombardi, que ocurriera otra vez.
Volvieron a su mente los detalles más ínfimos de la caída de Illia: el antedespacho convertido en comité; la orden de Perlinger de cortar el café; la obsesión de los golpistas por no tocar al presidente para, en la expresión de Roth, "respetar la investidura presidencial".
¿Cómo puede ser, de nuevo?, se desesperó (aunque esta vez no eran los militares sino los peronistas, según su razonamiento).
¡Qué déjà-vu !, pensó, mareado.
Acompañó a De la Rúa hasta la terraza y lo vio partir en helicóptero hacia los oscuros confines de la historia. Fue uno de los últimos en dejar la Casa de Gobierno y, esa noche, la quinta de Olivos. Lloró como un niño de seis años.
Nunca supo, no lo sabrá hasta leer estas líneas, que el 28 de junio del 66, cuando todo ya estaba dicho, el ministro del Interior radical, Juan S. Palmero, recorrió uno tras otro los despachos vacíos de la Casa Rosada hasta que, al abrir una última puerta, dio con De la Rúa, su joven asesor. Estaba sentado, con expresión pacífica, leyendo un grueso volumen del Código Procesal Penal.
O quizá, de algún modo, lo sabe. Sobre el piso, apoyada contra una pared de la torre que corona sus actuales oficinas, en un edificio antiguo de Diagonal Norte y Suipacha, hay una gran fotografía, en sepia, de Illia con la banda presidencial. Está allí, dentro de un delgado marco negro, desde hace un año. Piensa, prueba, lo intenta de nuevo, pero no hay caso: no logra encontrar el lugar perfecto para colgarla.
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