El laberinto político. El fantasma de la otra masacre de Avellaneda
El recuerdo se impone, ineludible, furioso, como esas certezas filosas que la memoria quisiera evitarse. El cuerpo agonizante de Mariano Ferreyra tendido sobre una vereda de Barracas pareció por un momento el cadáver de Maximiliano Kosteki abandonado sobre el piso de la estación de Avellaneda o el de Darío Santillán arrastrado por policías bonaerenses en una mañana fría de 2002.
El paralelo es inevitable. Y se dibuja con varios elementos que la masacre de Avellaneda y el asesinato del joven militante del Partido Obrero tienen en común. Repasarlos, sin desconocer ni perder de vista aquellas cuestiones que diferencian los episodios, se impone como un ejercicio útil y elocuente. Un (doloroso) trabajo de memoria que puede servir para echar luz sobre la oscuridad de tres muertes, tres asesinatos cargados de connotación política.
Con la misma energía, el poder se encargó de construir relatos que la realidad no tardó en derribar y apuntó a los supuestos responsables cuando no habían pasado ni 24 horas de los choques que terminaron en muerte.
"Esta gente venía con toda la intención de pelear con nosotros. Armada, con palos y trapos cubriéndoles la cara. No digo que se trataba de un ejército, pero es gente que iba a combatir. Fuimos agredidos con objetos de todo tipo, entre ellos armas de fuego. Nosotros usamos en todo momento postas de goma. Pero escuchamos disparos". Esas fueron las primeras palabras de Alfredo Fanchiotti, el comisario bonaerense que estaba al frente del operativo que terminó en represión y muerte el 26 de junio. Cuatro años más tarde sería condenado, junto con otro policía, a prisión perpetua por la masacre.
En un primer momento, las imágenes captadas por la televisión casi indujeron a aceptar las excusas de Fanchiotti. Con la sangre corriéndole por la cara como supuesta prueba de su versión, el policía aseguró que él y sus hombres habían sido víctimas de un enfrentamiento entre bandos de piqueteros.
Un día después, una serie de fotos mostró los últimos minutos de vida de Kosteki y Santillán. La evidencia del vínculo entre los asesinatos y la policía se volvió irrefutable. Las imágenes, ante las que sólo cabe el escalofrío (tan intenso hoy como entonces), fueron prueba fundamental contra Fanchiotti. La tesis oficial quedó sepultada por la contundencia de una lente.
Algo similar ocurrió anteayer, cuando el Gobierno transformó el post de un bloguero kirchnerista en un despacho de la agencia estatal de noticias. ¿Desinteligencias? mediante, convirtió una reunión entre Eduardo Duhalde y el jefe de la Unión Ferroviaria, José Pedraza, con más de un año de antigüedad en la supuesta prueba de la autoría intelectual de la violencia en Barracas. La burda maniobra, rayana con el ridículo, obligó a la Casa Rosada a recular tan rápido como había salido a apuntar los cañones contra el ex presidente. "No tengo elementos para sostener que Duhalde esté detrás de esto", retrocedió ayer Aníbal Fernández.
También la geografía aporta a las similitudes. La protesta que terminó con Kosteki y Santillán muertos comenzó frente a la estación de Avellaneda. La misma en la que los trabajadores despedidos del ferrocarril Roca intentaron cortar las vías el miércoles. El enfrentamiento peor ocurrió en Barracas, del otro lado del Riachuelo.
Una vez más, el límite entre la provincia y la ciudad de Buenos Aires, frontera políticamente caliente si las hay, fue escenario de muerte. La policía volvió a quedar en la mira. No porque haya un comisario entre los sospechosos, como ocurrió con Fanchiotti en 2002, sino por las acusaciones inacción. El fantasma de la zona liberada volvió a abrirse paso en las interpretaciones.
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"Necesitamos un gobierno fortalecido por el voto popular. La política necesita renovarse", dijo Duhalde por cadena nacional cuando había pasado menos de una semana desde los asesinatos en el puente Pueyrredón. Era el preludio del anuncio de que adelantaría las elecciones. Eran tiempos de extrema sensibilidad política. La debacle de 2001 estaba todavía demasiado fresca.
El contexto político actual no es equiparable con el de entonces. No están en juego la estabilidad institucional o el equilibrio social. Los pesares de la coyuntura son muy distintos. Hay sin embargo un punto en el que los escenarios se tocan. Las elecciones están otra vez en el horizonte y los ánimos políticos vuelven a caldearse.
Ferreyra no era sindicalista. Aunque la protesta del miércoles fue el reclamo de un gremio al que no pertenecía, llegó a la estación de Avellaneda como militante y como desocupado, convencido de que había allí una causa que apoyar. Igual que Kosteki y Santillán, que, azotados por la crisis de 2001, habían encontrado en la organización piquetera un canal para hacerse oír. Los tres murieron seguros de que la política podía ser el camino. La misma política que está hoy (y para siempre) en deuda con ellos.
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