Opinión. El interés general
Por Luis Alberto Romero Para LA NACION
En el siglo XVII, los campesinos franceses se rebelaron, una y otra vez, contra la extorsión fiscal de una monarquía necesitada de recursos para su política de guerra y poder. Frecuentemente, se les sumaron los nobles, los magistrados judiciales, los burgueses y el pueblo de París. El absolutismo rampante de Luis XIV logró el milagro de unir el agua y el aceite. La unión fue ocasional: faltaba a los descontentos la idea de interés general, pues ni Rousseau ni Locke habían escrito aún. Los campesinos fueron aislados y masacrados.
Apenas una analogía. Pero ayuda a entender el eco que hoy tiene la protesta agraria entre quienes, sin interés de parte, encuentran en ella un aporte a la reconstrucción del olvidado interés general. El problema no está en la cuestión corporativa; en ese terreno, la Argentina tiene una larga tradición de negociación y acuerdos, que no sería difícil restablecer. Los hubo con Perón y su "comunidad organizada". También con el "parlamento negro", post 1955, de sindicalistas, empresarios y militares. Onganía, en cambio, a fuerza de autoridad mal entendida, unió en su contra a un bloque social tan militante como heterogéneo. La política actual del Gobierno se filia más en Onganía o en Luis XIV que en el Perón de la persuasión y la conducción.
El problema está en la construcción del interés general. Para que los ciudadanos puedan discutir en igualdad con las corporaciones se necesita representación democrática, debate y subordinación de lo particular a lo general. Se necesita un Congreso que funcione en serio, cosa rara en la Argentina del siglo XX. No funcionó en los gobiernos militares, pero tampoco con los gobiernos democráticos, en los que la facultad de decidir qué era lo mejor para todos se delegaba en un déspota benévolo.
La construcción de ese espacio de representación y debate fue una de las ilusiones de 1983. Lo hecho fue erosionado en los 90 y destruido en el ciclo actual. Tras el entramado republicano, fue reapareciendo Luis XIV. Una parte de la responsabilidad les corresponde a los presidentes, pero otra, igualmente importante, a quienes en el Congreso desertaron de su responsabilidades y transfirieron facultades al Ejecutivo. Unos reclamaron y presionaron; otros consintieron y cedieron, y entre ambos destruyeron la posibilidad de un procesamiento democrático de las demandas de partes.
La rebelión del campo tiene una dimensión corporativa, flexible en lo concreto, pero sólida en la forma: quién decide cuánto se recauda y para qué. Como en los albores del parlamentarismo, reclaman el derecho a discutir sobre los impuestos. Demandan la discusión colectiva sobre la distribución de la carga y, sobre todo, del uso del ingreso fiscal. Pretenden que ésta sea hecha por los cuerpos representativos. Puede vislumbrarse el reclamo por el interés general ausente. Tras sus voces se oye, ahora si, a Locke y a Rousseau.
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