El kirchnerismo y su odio letal
A diferencia de muchas religiones que adjudican a la voluntad divina la elección del día la muerte, de las visiones agnósticas que la atribuyen a la cruda fatalidad, o de la medicina, que abrazada a la ciencia certifica el deceso de la persona y asienta en un documento la enfermedad o lesión que inició la cadena de acontecimientos patológicos, el kirchnerismo tiene para explicar la muerte su propia tabla de causales.
Como se trata del kirchnerismo ni hace falta aclarar que la tabla se ajusta al rostro del caso inspeccionado. Si es un enemigo, lo mató el odio que anidaba en sus entrañas. Los propios, en cambio, son víctimas de la malicia ajena: los mata el odio, pero exógeno. Esto último, según Cristina Kirchner, ocurrió con el fallecido Héctor Timerman, su canciller desde finales del primer mandato, de cuya enfermedad terminal ella culpó a quienes "lo atacaron con motivo de la firma del memorando de entendimiento con Irán". En un principio hasta responsabilizó a la DAIA.
No sorprende que Gregorio Dalbón, abogado de la vicepresidenta, al enterarse ayer por la mañana de que había muerto el juez Claudio Bonadío haya dado a conocer sin demora las previsibles conclusiones de la autopsia K, acaso virtual u holográfica: el odio, explicó, llevó a la muerte a Bonadío. "La muerte le sienta bien", dijo el letrado antes de aclarar, como es norma, que él no es persona de andar celebrando una muerte.
Por su responsabildad como abogado de la procesada más célebre del juez tales oraciones ganaron singular espacio en la prensa, pero en verdad el ex jefe de Gabinete y flamante funcionario energético Aníbal Fernández estuvo más gráfico, por lo menos en cuanto a lo de la doble entrada: "Bonadio fue alguna vez amigo, desde ese punto de vista me siento consternado", diseccionó Fernández antes de renovar las críticas al juez por su desempeño de los últimos años, cuando por cierto dejó de ser amigo.
La idea de que en las importantes causas por corrupción que llevaba adelante –incluida, claro, la más importante de la historia, la de los cuadernos- Bonadío se nutría del odio y no del Código Penal fue instalada por Cristina Kirchner hace ya tiempo como recurso medular para su defensa. Parecía una estrategia de tribuna sin correlato jurídico, pero en el último año esa idea del juez que sólo odia se deslizó hacia un terreno seudo jurídico, o político jurídico si es que eso existe, bajo el argumento de que había una persecución organizada, transnacional, llamada "lawfare". Ella no decía que Bonadío la odiaba como quien comenta la trastienda de una reyerta vecinal, era un argumento estudiado que a la vez pasaba por alto el detalle de que bastantes otros jueces, fiscales y camaristas también llevaban adelante –llevan- la docena de procesamientos por presunta corrupción contra de la ex presidenta con emociones desconocidas.
Cuando su abogado diagnostica que a Bonadío lo mató el odio de algún modo está diciendo que su clienta venció. Al volver al poder como vicepresidenta ella dijo que la historia la absolvió. Ahora podrá decir que el destino (o el odio malhabido) refrenda la absolución. Sobre todo si a las causas de Bonadío las continúan jueces más benévolos, sea porque no la odian, dirá la ex presidenta, sea porque carecen de la determinación y agallas que traía el juez de los cuadernos, dirán otros.
La práctica de extender al debate público acusaciones por muertes que son epílogos de enfermedades enredó ayer en las redes sociales, incluso, las de Bonadío y Timerman, dos hombres peronistas a quienes como ya se dijo el kirchnerismo diagnostica en forma contrapuesta. Esta vez el nombre de Timerman no apareció como víctima de las críticas al acuerdo con Irán sino para endilgarle a Bonadío una supuesta responsabilidad en los padecimientos del ex canciller por no habérsele permitido viajar a Estados Unidos cuando estaba bajo arresto domiciliario para tratarse su enfermedad, un hecho que otras versiones atribuyen a que Estados Unidos le había negado la visa.
También la muerte sorpresiva de Néstor Kirchner, pocos meses después de haber sido operado de la carótida derecha y luego de decidir participar de un acto multitudinario a las 48 horas de someterse a una angioplastia, fue adjudicada en su momento por kirchneristas a disgustos ocasionados por terceros. Algunos culparon a un hecho que lo había angustiado, el asesinato del militante del Partido Obrero Mariano Ferreyra, que involucró a una patota de la Unión Ferroviaria y a su líder José Pedraza, como si en la tarea de gobernar el país -y antes la provincia- no hubiera habido otros dramas análogamente trágicos. Por ejemplo la desaparición de Julio López.
Otros le reprochaban a Hugo Moyano, por lo menos en los años en que el camionero se alejó del kirchnerismo, una discusión acalorada que habría tenido con Kirchner la noche anterior a su muerte. De repente el líder robusto, invencible, se convertía en un ser hipersensible afectado por el sindicalista apretador, que lo apabullaba. Esa noche Kirchner cenó con Lázaro Báez, pero nunca se dijo que allí hubiera habido alguna discusión. Los kirchneristas más exaltados simplemente se volvieron más hostiles durante los funerales sin esgrimir razones. Incrementaron por esas horas los insultos a sus "enemigos" de turno, como Julio Cobos, una forma poco convencional de guardar luto.
Desde luego que está fuera de discusión que la acumulación de estrés enferma y que los líderes están expuestos a contraer cualquier enfermedad. Un individuo con poder se supone que está más acorazado, por predisposición temperamental y por psiquis curtida, y a la vez es más vulnerable por el cúmulo de responsabilidades que le pesan. El poder induce a percibir a quien lo esgrime como un superhombre. Cuando Hugo Chávez se enfermó hubo voces kirchneristas que participaron de la teoría de que la CIA de algún modo lo había infectado, hipótesis que nunca llegó a desarrollarse.
En la Argentina no sólo se murió Kirchner (60) cuando era el líder principal y Perón (78) cuando gobernaba. También murieron los presidentes en ejercicio Manuel Quintana (a los 70 años), Roque Sáenz Peña (63) y Roberto Ortíz (56). Los dictadores José Félix Uriburu (63) y Eduardo Lonardi (59) fallecieron apenas dejaron el poder. Que el poder enferma es sabido.
Un juez federal que procesa líderes y mete presos a grandes empresarios desde ya que está sometido al peso de sus decisiones sobre su conciencia, a presiones y al temor, entre muchos otros temores, de que sus resoluciones sean revocadas. No sería razonable desestimar esos factores como coadyuvantes del desencadenamiento de un cáncer. Pero otra cosa es acomodar un diagnóstico imaginario con pretensiones psicosomáticas a la conveniencia de quien tiene mala opinión personal del sujeto y rencores pendientes.
Un mito muy difundido asegura que en 1952, a propósito de la muerte de Eva Perón, aparecieron pintadas en las calles con la leyenda "viva el cáncer". José Ignacio García Hamilton, historiador ya fallecido, había investigado el tema y solía decir que esas pintadas nunca existieron (y que se había una foto, no era original de la época). Pero esa leyenda quedó consagrada como la cima del mecanismo amoral de utilización de la muerte ajena para insultar al rival. Hay quienes todavía hoy apelan a ese extremo endilgado al antiperonismo para sostener que celebrar la muerte quedó legitimado.
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