El manual del nuevo argento
Después del discurso de Costa Salguero, la noche del 22 de octubre, Mauricio Macri fue a cenar a la parrilla Los Platitos, en la Costanera Norte. Apenas entró, lo interpeló un taxista. “Presidente, yo lo voté porque creo que puede sacar el país adelante. Pero antes también había creído en otros y me defraudaron. Lo único que le pido es que no me defraude”. El hombre había traducido al lenguaje cotidiano una nueva matrix política: la que se deja ver en los focus group de las principales encuestadoras. Un manojo de creencias, que transciende a Macri: la fe en que mañana puede ser mejor, el hartazgo con la beligerancia. Y sobre todo, la urgencia por cortar con el pasado y el sino trágico de la Argentina. A Cambiemos lo consolidó una mayoría temprana –un nuevo tipo de argento- que, ya antes de hacer una elección diferente en 2015, había mutado de piel.
Hubo crujidos que nadie escuchó. A medida que el cristinismo se derrumbaba, iba construyendo una demanda invisible, la de una nueva cultura política. “La demanda ordena la oferta”, es la máxima de Marcos Peña, el gurú presidencial. Esto significa que los cambios se producen de abajo hacia arriba: de la sociedad hacia el poder y no a la inversa, como sucedía décadas atrás. Si Max Webber definía el ejercicio del poder como una relación; es decir, como la disposición a encontrar obediencia del otro lado del mostrador, bien podría decirse que la promesa macrista de un país mejor –la ilusión del cambio- encajó con la esperanza de muchos dispuestos a creer.
Algunos cambios son cíclicos y podrían volver a mutar, por ejemplo, el hartazgo con la grieta y la pelea, que en la era K era la estrella y hoy empieza a percibirse como un disvalor. Otros, sin embargo, parecen haber llegado para quedarse: la paridad de género, el fin de las reelecciones indefinidas, la horizontalidad que trajeron las redes y la tecnología.
Hay un manual del nuevo argento, que está en construcción. Un vademécum en el que empieza a ponerse en duda la falsa eficacia de la cultura de la trampa. La fascinación por la montaña rusa económica empieza a cederle paso a la serenidad del gradualismo. Las soluciones políticas son más prácticas y de a poco. Si en el imaginario colectivo de los setenta, se podía cambiar todo y, en el de los noventa, no se podía cambiar nada, el nuevo clima de época encarna la idea de que se puede cambiar algo. La marca cultural es el Metrobus, las cloacas, el agua potable, la iluminación, el desembarco del Estado en la villa de San Petesburgo. Épicas pequeñas, pero tangibles.
¿El Metrobus le ganó a la lucha de clases, como bromea el sociólogo Eduardo Fidanza? Es una interpretación posible, aunque también se lo podría ver de otro modo. Entre las razones del triunfo de Cambiemos, el consultor Federico González destaca que el progreso y el modernismo le ganaron la partida al pobrismo y al progresismo. El pobrismo, entendido como un regodeo idealizado de la pobreza. En ese paradigma, el Metrobus podría ser percibido como un emblema de la modernidad, tal como lo era el ferrocarril en los inicios de la Argentina.
“Evitar crisis económicas y pensar en el largo plazo, esconde razones más profundas. Culturalmente, significa no tomar atajos para crecer”, acerca Hernán Iglesias Illa, coordinador de políticas públicas de la Jefatura de Gabinete y mano derecha de Marcos Peña. Principios teóricos de la batalla cultural macrista que, sin embargo, podrían chocar con las fallas estructurales de la economía argentina y el endémico entramado mafioso, que trasciende al poder político.
Dueños del nuevo guión, en la mini carpa de Marcos Peña también hay un toque de soberbia. En ese tanque de ideas se suele criticar el gen de “superioridad moral” que navega en el universo de la izquierda o del kirchnerismo. Sin embargo, ese mismo tufillo a vanguardia iluminada sobrevuela en el mundo intelectual de Cambiemos. Es el mismo desparpajo intelectual que lleva a Durán Barba a afirmar que Macri no es la derecha sino “la nueva izquierda”. ¿Quién dijo que Cambiemos carece de una épica?
Hay clima de refundación. Pero, según Fidanza, al relanzamiento de Cambiemos no le antecede ninguna tragedia, tal como sucedió con el kirchnerismo en 2001. No se trata de una diferencia menor: la tragedia, de la que está teñida la argentinidad, está ausente en el discurso del oficialismo. ¿Por falta de sensibilidad histórica? Es posible. ¿Por recomendación oportunista de Durán Barba? Podría ser. “Vamos subiendo, paso a paso, del infierno al purgatorio”, arengaba (¿inspiraba?) Kirchner. “Cirugía mayor sin anestesia”, afirmaba (¿motivaba?) Menem. “Con la democracia se come, se cura y se educa”, recomendaba Alfonsín para suturar las heridas de la dictadura. Más tarde, vendría la peor etapa: la economía de guerra. Nada de eso hay –por ahora- en el discurso del equipo macrista, donde lo que domina es una apelación a lo vital.
En el novedoso paradigma argento, Maradona dejó de ser Gardel, Perón puede ser criticado como un líder tóxico –ahora de eso sí se habla- y Cristina Kirchner perdió las elecciones por primera vez. Amado Boudou, el rockero seductor que en 2011 ganó con el 54 por ciento, hace rato que es percibido como un arribista astuto e inescrupuloso.
Pero, ¿cómo se gesta el cambio? El psicólogo experimental William G Braud hablaba del “momento semilla”, en alusión a un episodio traumático en la vida de las personas; un estrés en el que germina una semilla que podría manifestarse en el futuro. La hipótesis bien puede extrapolarse al plano colectivo. Podría decirse que, entre 2012 y 2015, hubo muchos “momentos semilla”. Eventos que, vistos en retrospectiva, fueron configurando, no sólo una oposición, sino una transformación: la tragedia de Once, la firma del pacto con Irán, la muerte de Nisman o la temeridad mafiosa de Aníbal Fernández en la campaña de 2015.
“La gente no compra lo que uno vende –sean votos o productos- sino lo que uno cree”, sintetiza el experto en liderazgo, Simón Sinek, autor de La clave está en el por qué. Precisamente, la clave, según Sinek, está en el sentido que guía la acción de esos líderes. Su tesis propone que aquellos líderes que logran inspirar conectan con creencias sociales que ya han madurado previamente en la sociedad. Toma el ejemplo de la multitudinaria marcha por los derechos civiles, en el verano de 1963, en el Paseo de Washigton, cuando una multitud autoconvocada se reunió para escuchar a Martin Luther King, en su famoso discurso “Yo tengo un sueño”. Un sueño que antes de ser pronunciado ya era la visión de país que una mayoría temprana tenía de los Estados Unidos. Es decir que toda aquella gente no marchaba por Luther King sino por ellos mismos.
¿Hubo realmente un cambio en la Argentina o se trata de una transformación? Quienes enseñan el arte de la innovación, en la alta dirección empresaria, distinguen entre ambos conceptos. El cambio viene impuesto desde afuera, es el choque de dos fuerzas que luchan y está ligado a los “debería”: ‘hay que reducir gastos’; ‘tengo que dejar de fumar’; “tendría que correr por la mañana”. Existe una necesidad (dejar de inhalar nicotina) y, a la vez, una resistencia (el placer de fumar). La transformación, por el contrario, es la incorporación del cambio. No es alguien de afuera que dice que hay que cambiar sino el colectivo que decide ser parte activa de ese movimiento ascendente. Por eso, toda transformación es un cambio con sentido: el propósito es una fuerza transformadora.
En 1962, el sociólogo Everett Rogers describió el ciclo de adopción y difusión de la innovación -la innovación, entendida como un cambio superlativo-, a través de un modelo en forma de campana de Gauss, donde se diferenciaban cinco grupos de personas en función del tiempo requerido para adoptar algo nuevo: los innovadores, los primeros adoptantes, la mayoría temprana, la mayoría tardía y los rezagados.
El cambio empieza con una minoría –un 2, 5 por ciento, son los innovadores- que se animan a probar la novedad: un producto, una idea o un sistema de creencias. Le siguen los adoptadores tempranos y, luego, una mayoría precoz del 34 por ciento de la sociedad. Cuando se llega a ese porcentaje, se produce el giro.
Pero, ¿cuál podría ser el propósito que empuja la transformación? La ilusión del taxista podría ofrecer algunas claves. La fe en que, tal vez, la Argentina logre finalmente trascender el destino de sus múltiples tragedias.
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