El escenario. El ministro de Economía que no fue
Llegó al que alguna vez fue el ministerio más importante de la Argentina con un sólido prestigio y el reconocimiento de una buena parte de sus colegas economistas. Martín Lousteau era considerado por muchos y desde mucho antes un “ministeriable”, y no eran pocos los que pensaron que tendría un brillante desempeño. Hoy, lo máximo a lo que el renunciante funcionario podría aspirar es a que se recordara poco esta brevísima y primera gestión, y a que se considerara digna su salida.
Es difícil rastrear cuáles fueron las cosas en las que dejó su impronta. Apenas pueden citarse como puntos salientes que se avino a respaldar el más que controvertido proyecto del tren bala, a diferencia de sus antecesores Miceli y Peirano, y que le puso la cara al anuncio de las retenciones móviles, que desataron el irresuelto conflicto con el campo.
Hoy se le reprocha la ingenuidad política de haber aceptado un cargo completamente condicionado, en el que no tuvo libertad de acción alguna y en el que sólo pudo designar tan pocos colaboradores que para contarlos sobran los dedos de una mano. Mientras transcurrían las negociaciones del agro el ministro mantenía encuentros protocolares, raleado evidentemente de las tratativas.
En sus primeros días de gestión se mostró como un soldado de la causa kirchnerista y se sumó al discurso oficial que ve una economía sin problemas y acusa a los periodistas de hacer oposición política.
Pero conforme advirtió que perdía poder en la interna de la actual administración, comenzó a hacer más evidente que pensaba que son necesarias correcciones en el rumbo del actual modelo.
El límite parece haberlo cruzado cuando algunos empresarios y sindicalistas deslizaron que Néstor Kirchner les había dicho en privado que él mismo no había avalado las retenciones móviles.
Sus últimas apariciones públicas como titular del Palacio de Hacienda mostraron cuán lejos estaban sus ideas de las que cultiva el Gobierno. Pedir que haya una tasa de crecimiento alta, pero sostenible, es lo mismo que decir "una menor que la actual", lo que es pecado mortal para el catecismo pingüinero.
Lousteau era la cara presentable del Gobierno para negociar con el Club de París, el economista profesional y sofisticado para resolver la maraña de subsidios cruzados, el heterodoxo que podría enfrentar la inflación sin recetas recesivas. Con ese aura entró en el gabinete de Cristina Fernández, que prometía una oxigenación de la gestión kirchnerista y una mejora institucional.
Poco, muy poco es lo que pudo hacer en un área que era manejada por el propio Néstor Kirchner cuando era Presidente y en la que ahora mantiene una enorme injerencia.
Muchos de quienes recibieron su designación con enorme agrado pronto le reprocharon su estilo y figura excesivamente juvenil y lo que veían como falta de experiencia para un sitio donde se necesita un fuerte carácter y una dosis importante de liderazgo. Claro que esas características serían útiles con un presidente que permitera un alto nivel de juego propio en su elenco de ministros. Y ése no es el caso de los Kirchner. Lousteau juró en un cargo que ya no existe tal como se lo conoció. El superministerio de De Vido, que administra multimillonarios fondos fiduciarios, tiene mucho más poder que el alicaído Ministerio de Economía.
El Palacio de Hacienda que influía sobre todo el resto de la administración -como ocurrió en los últimos 40 años- no existe más. Terminó con la gestión de Lavagna durante la presidencia de Duhalde. El propio Lavagna lo padeció durante la presidencia de Néstor Kirchner. Porque, como dice Juan Carlos De Pablo, "nadie es ministro en el vacío". No era lo mismo ejercer el cargo con Duhalde de presidente que con Néstor Kirchner en el sillón de Rivadavia. Miceli y Peirano fueron ministros muy devaluados.
Ejecutores, no diseñadores
Para el matrimonio presidencial, los titulares del Palacio de Hacienda son meros ejecutores y no diseñan las políticas. Mucho menos son esas figuras rutilantes que organizan múltiples áreas y a los que se les otorga el respaldo político para que puedan llevar adelante sus planes.
En el anterior esquema los ministros parecían muy poderosos, pero los planes eran de ellos y también las responsabilidades cuando las cosas no funcionaban. El funcionario de turno podría haber tenido todo el poder y el respaldo, pero también era el fusible.
En el esquema de los Kirchner el plan es el del jefe del Ejecutivo. Es un problema, porque entonces la necesidad de cambiar supone un costo político enorme para quien gobierna.
La prueba de que estos esquemas funcionan así es que los últimos alejamientos de titulares del Palacio de Hacienda han tenido poco que ver con cuestiones técnicas, sino con internas. Lavagna, Peirano y Lousteau fueron arrastrados por luchas intestinas.
La única excepción fue Miceli, que no pudo explicar de manera satisfactoria el origen del misterioso fajo de billetes que apareció en el baño de su despacho.
Anoche renunció el ministro que no fue.
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