El mundo se cansó de la economía argentina
No hay diplomático, funcionario, empresario o economista argentino que haya estado en los últimos tiempos en los Estados Unidos o en Europa que no haya traído a su regreso la impresión de que el mundo está cansado de la Argentina.
Desde ya, ese cansancio refiere a la presencia permanente de la crisis nacional en el escenario económico internacional, que reclama, a su vez, la intervención personal de los principales protagonistas de la economía mundial.
Esa impresión externa (que podría posarse también en Brasil a partir del último capítulo de agravio y reconciliación promovido por la Argentina) tiene tantos condimentos reales como ingredientes ciertamente injustos.
Los últimos en percibir esa fatiga extranjera de los conflictos argentinos fueron los empresarios nucleados en la Unión Industrial que hicieron, hace un par de días, una exposición en Washington, en el ámbito del Banco Interamericano de Desarrollo, sobre las condiciones estructurales del país.
El presidente de la UIA, José Ignacio de Mendiguren, explicó las potencialilidades de la Argentina según un discurso suyo cargado de optimismo, que pone el acento en la "viabilidad" del país y que subraya las condiciones naturales y humanas de la Nación para salir rápidamente del agobio y la depresión.
Al final, sintieron en carne propia aquella fatiga, transmitida a quemarropa por algunos de los más de trescientos inscriptos en el seminario sobre la Argentina convocado por un viejo amigo del país, el uruguayo Enrique Iglesias, presidente del BID. "Los funcionarios argentinos nunca hablan de un plan, sino del próximo vencimiento de la deuda", escucharon los hombres de negocios.
La única coherencia
El discurso apremiante y precipitado de los gobernantes argentinos puede explicar parte de aquel cansancio, pero no todo el cansancio. Otras explicaciones deberían buscarse en la única coherencia nacional, que consiste en no cumplir los compromisos firmados y en las contradicciones que comete el Gobierno en sus relaciones con el mundo.
Un país con un serio endeudamiento externo y con un tipo de cambio fijo (atado desde la debilidad a la moneda más fuerte del planeta) debió hacer de la disciplina fiscal una prioridad.
Sin embargo, el presidente que estabilizó la economía a principios de los años noventa, Carlos Menem, y su último ministro de Economía, Roque Fernández, se pasaron los últimos cuatro años de gestión endeudando a las futuras generaciones.
Cualquier gráfico de la evolución de la deuda pública argentina muestra una curva ascendente que da vértigo a partir de 1996, cuando Menem se planteó la segunda reelección como proyecto político. El ex presidente no estaba en condiciones, en el marco de una transgresión constitucional tan grave, de negarle recursos a nadie y, sobre todo, a las provincias gobernadas por peronistas, que eran su principal base de sustentación política.
En rigor, desde 1996 y hasta ahora, la Argentina no cumplió con ninguna meta presupuestaria acordada con el Fondo Monetario Internacional; más bien desconoció groseramente todos los compromisos.
Durante la gestión de Menem, éste imponía siempre su condición de aliado político privilegiado de Washington para incurrir en tales incumplimientos. El gobierno de Fernando de la Rúa, que intentó varias veces disciplinar el presupuesto con dosis homeopáticas, no tuvo nunca la voluntad para remediar en serio el problema fiscal, hasta que la necesidad -y no la virtud- lo obligó a la política de déficit cero.
Podrá decirse que la Argentina es demasiado dependiente del Fondo, pero hay que agregar que tiene créditos con ese organismo que quintuplican el tamaño de su cuota a la entidad. No hay tres alternativas: o el país es un deudor importante y, por lo tanto, se somete a las auditorías internacionales, o el Estado es más austero y programa sus gastos de acuerdo con sus ingresos, liberando el crédito para el sector privado de la economía.
El serpenteo permanente de la Argentina en la nueva era de Domingo Cavallo es también un dato por tener en cuenta para establecer las razones de aquel cansancio.
Hay, por ejemplo, quienes vieron y oyeron al ministro argentino prometer ante inversores que no modificaría las pautas de la convertibilidad, pero un mes después dispuso el ingreso del euro en la paridad cambiaria. Conclusión: todo el mundo creyó que la Argentina se encaminaba sin disimulo hacia una devaluación de su moneda.
Debe agregarse, además, que cuando el país firmó el blindaje financiero por cerca de cuarenta mil millones de dólares, en diciembre de 2000, se comprometió a pautas económicas y a decisiones políticas muy puntuales, como la desregulación de las obras sociales y la modificación del sistema previsional. No cumplió con las promesas económicas ni con las políticas, enredado De la Rúa en sus propias cavilaciones y en la impugnación que provenía de su coalición y del propio radicalismo.
Un golpe de suerte
Paul O´Neill, secretario del Tesoro norteamericano, y la conducción del Fondo, esperaban en agosto último sentarse con los gobernantes argentinos para discutir tales deslealtades antes de abrir la mano.
Sin embargo, la intervención de líderes europeos y una conversación desesperada entre De la Rúa y George W. Bush (y la influencia del Departamento de Estado y del Consejo de Seguridad) torcieron el brazo de O´Neill y del Fondo. Surgió entonces el acuerdo por ocho mil millones de dólares, pero el Gobierno debió prevenirse: a nadie le gusta que le tuerzan el brazo y, mucho menos, cuando esos brazos controlan gran parte de la economía mundial.
El mundo no ha sido indiferente hacia la Argentina. Hubo un blindaje de países y organismos internacionales para asegurar el pago de la deuda argentina, pero, en lugar de cumplir con las pautas del acuerdo, la administración de De la Rúa puso la herramienta en manos muy mediocres y frívolas. Todavía hay desteñidos carteles con la menos feliz de las creaciones publicitarias delarruistas: "Blindaje 2001".
Hubo después un megacanje de la deuda por veinte mil millones y existieron, también, los ocho mil millones del acuerdo de agosto con el Fondo. Todo sucedió en menos de un año.
En algún sentido, el mundo tiene argumentos cuando se manifiesta cansado de un país que parece un barril sin fondo; no hay ayuda ni respaldo suficientes para alejarlo de la cornisa.
Con todo, existe al mismo tiempo un dejo de injusticia en los pregoneros de que la Argentina debe terminar con su lenta agonía y conocer de una buena vez el fondo del abismo. En un reciente artículo publicado por el diario madrileño El País (titulado precisamente "¿Cansados de Argentina?"), se alude de esta manera a las calificadoras de riesgo: "La Argentina está hoy peor valorada que Cuba, Paquistán o Moldavia. Dice Woody Allen que el hecho de ser paranoico no garantiza que no te persigan".
Replanteos
Resulta hasta un misterio intelectual la razón por la que despierta en el mundo tanto rechazo -o incredulidad- el compromiso público del gobierno argentino de mantener inmutables las reglas del juego por las que el país se rige desde hace una década. Esto es: la Argentina puede ser un país de políticos pretenciosos y hasta imprevisibles, pero ninguno ha perdido la razón como para tirar la casa por la ventana.
De todos modos, el cansancio del mundo obliga ahora a que la propuesta de reestructuración de la deuda pública tenga más sustancia que la mera voluntad. Debería estar acompañada, además, de un plan que haga sustentable la economía argentina tras 40 meses de recesión.
Si no se resuelve en serio el problema fiscal, si la reprogramación de la deuda no garantiza el derecho a la propiedad y conforma la confianza de los inversores, y si, por último, la economía argentina no deja atrás su anquilosamiento, el cansancio del exterior podría tornarse en algo más peligroso: desinterés y abandono.
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