El pasado vuelve a condicionar el presente
Las iniciativas que dieron lugar, prácticamente sin disidencias, a la sanción por el Congreso de la Nación de las leyes de obediencia debida y punto final se originaron en decisiones del presidente Raúl Alfonsín. Ante la declaración de inconstitucionalidad adoptada ahora por la Corte respecto de aquellas dos leyes, resulta de elocuente interés lo que hoy tenga para decir al respecto el ex jefe del Estado. Esto es lo que escribió el doctor Alfonsín horas después de conocerse el pronunciamiento del más alto tribunal del país.
La democracia está definitivamente consolidada en la Argentina. Como lo mencioné hace algún tiempo en una carta que envié a los jefes de los bloques parlamentarios de la Unión Cívica Radical, estoy convencido de que en su momento las leyes de punto final y de obediencia debida fueron válidas e indispensables como herramientas de protección de los derechos humanos para el futuro.
Es fundamental comprender en este momento que la Justicia no puede significar la venganza de la sociedad. La necesidad imperiosa que teníamos durante mi gobierno, y que se transformó en un verdadero dilema, era el fortalecimiento de la democracia y saber en qué nivel se debilitaba, con la sanción de estas leyes, el proceso que tanto sacrificio le había costado a los argentinos.
La pregunta es: ¿se fortaleció la democracia con la sanción de estas leyes? Y la única respuesta es sí, porque a 20 años de sancionadas se pueden derogar, declarar nulas o inconstitucionales, como lo ha decidido finalmente el máximo tribunal, en el marco de una democracia decididamente afirmada.
Sin embargo, a pesar de la declaración de inconstitucionalidad de las leyes y de la posibilidad de continuar con los juicios a los violadores de derechos humanos durante la última dictadura militar, la cuestión sufre aún de una evidente renquera, debido a que permanecen incólumes los indultos aplicados por el presidente Carlos Menem.
El problema se transforma en un evidente sentido de injusticia, ya que ahora sí se puede juzgar a aquellos individuos beneficiados por las leyes, pero no se puede perseguir penalmente a quienes, juzgados y condenados, fueron beneficiados por un indulto presidencial, entre quienes se contaban los máximos responsables de la represión.
Quiero insistir, además, en una postura que ya he ratificado: como máximo responsable en la sanción y promulgación de ambas leyes no me siento desautorizado ni agraviado.
Además, como lo señalé en la carta enviada al Congreso, en aquellos años se actuó de una manera que no reconoce antecedentes históricos, en la búsqueda de penalizar las violaciones anteriores. Todas las naciones modernas europeas se han construido a partir de amnistías tan amplias que comprendieron, en su momento, a nazis, fascistas, franquistas, colaboracionistas, y a represores de Argelia, del Congo, de Indonesia, de Angola y de Mozambique.
Reparen en todas las leyes de amnistía que se han dictado en Europa del Este luego de la caída del Muro de Berlín. De ex profeso dejé para el final de la lista al Reino Unido, al que podríamos recordarle su pasado colonial en la India, en China, en Medio Oriente, en Zambia y más actualmente en Irlanda.
En algunas oportunidades, incluso las Naciones Unidas han legitimado la sanción de leyes de amnistía, como ocurrió en Haití, El Salvador o Sudáfrica. ¿Son nulas todas esas amnistías? ¿Las sociedades están obligadas siempre a castigar aunque de esa manera fracase el establecimiento de la democracia?. Estas son las preguntas de un debate que creo alcanza al mundo entero.
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Sin que esto signifique una crítica, ya que cada país llegó a la democracia como pudo y como se lo imponían las circunstancias, en América latina se produjeron diferentes situaciones.
En Uruguay se votó la ley de caducidad de la pretensión punitiva del Estado que fue aprobada por el pueblo en un referéndum realizado en 1989. En Chile se respetó un decreto de autoamnistía de Pinochet, hasta que en 1990 se creó la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, aunque permanece en la sociedad la polémica sobre la validez de la norma de la dictadura.
En Perú, una ley de autoamnistía benefició a todos los responsables de delitos que además cerraba las puertas a cualquier nuevo caso que saliera a la luz a posteriori. En Paraguay no existió una ley de amnistía, pero tampoco existieron informes sobre desaparecidos, aunque en 2002 nació la Comisión de Verdad y Justicia. En Bolivia sucedió algo similar a Paraguay, con la creación de la Comisión Nacional de Investigación de Desaparecidos Forzados que no alcanzó a concretar ningún informe.
En Brasil hubo una ley de amnistía sancionada en 1979 que liberó a los presos políticos y otorgó un perdón general para los crímenes de la dictadura.
Por eso es que me he permitido transmitir estas reflexiones, porque esta cuestión de la que hemos hablado no se ha cerrado. Creí que se cerraría y no fue así. El pasado una y otra vez vuelve sobre nosotros. Afortunadamente no se perdió la democracia ni los represores han vuelto a actuar, como muchos legítimamente temieron, pero el pasado de alguna forma sigue condicionando el presente.
Siento que, como un actor de esa historia, estoy en la obligación de transmitir mi pensamiento, reconocer circunstancias que a lo mejor permiten encontrar una solución distinta de la que intenté, aunque con el mismo fin: consolidar la democracia.
A lo mejor sea éste el último anclaje con un pasado que debemos romper para darle fuerza a la esperanza renacida.
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