Balance del viaje presidencial a los Estados Unidos: la disidencia interna argentina opacó la reunió. Faltó un mensaje de unidad política
Expectativas del Departamento de Estado por la falta de acuerdo con los gobernadores del PJ; exigen el presupuesto 2002
La reunión cumbre entre George W. Bush y Fernando de la Rúa pudo cambiar muchas cosas, pero es posible que no haya cambiado nada. No será, en ese caso, la mezquindad del gobierno norteamericano la culpable de una gestión infecunda, sino una mezcla de miopía e irresponsabilidad entre los dirigentes argentinos.
Cuando la Argentina debe demostrar ante el mundo que la decisión de reestructurar su deuda pública no es un "default" disimulado, y cuando se juega a suerte y verdad con el éxito del último plan económico anunciado, los sectores políticos internos no cumplieron con ninguno de los requisitos profusamente planteados desde el exterior.
Esos requisitos eran dos: debía haber acuerdo entre el gobierno nacional y las provincias por los recursos de la coparticipación y debía haber, también, un mensaje claro del peronismo de que contribuiría en el Congreso a la aprobación del presupuesto del año 2002.
El acuerdo con los gobernadores sería una señal cierta de que el gasto público se controlaría allí donde está más descontrolado. Y el presupuesto hubiera sido un mensaje de la colectividad política en su conjunto -y no sólo del Presidente y de sus principales ministros- de que el déficit cero es un programa consensuado y compartido.
Como si hubieran sido pocos los mensajes que en tal sentido vinieron por mil carriles, la poderosa jefa del Consejo de Seguridad, Condoleezza Rice, que es la principal asesora de Bush, lo puso blanco sobre negro en declaraciones públicas del jueves último, que casi rozaron la incursión en los asuntos internos del país.
Rice llegó a mencionar, incluso, la necesidad de un liderazgo político en la Argentina para que se resolviera la crisis económica. Los dirigentes argentinos de cualquier extracción debían entonces demostrar vocación de austeridad económica y decisión de consolidar y respetar los tiempos institucionales del gobierno de De la Rúa. El Presidente debía dar pruebas, a su vez, de capacidad para conducir el conflicto.
De la Rúa esperó hasta la noche del sábado, como un sediento, que el jefe de su gabinete, Chrystian Colombo, lograra por lo menos el anuncio de que el acuerdo con los gobernadores peronistas (que hubiera sido también un guiño sobre el presupuesto, por la influencia de los mandatarios sobre los legisladores de sus provincias) se firmaría el lunes. Colombo lo llamó, pero para decirle que todo había sido en vano.
Desde ya, en semejante crisis no podría haber un solo culpable. El gobierno está pagando también la morosidad en construir un plan tras la derrota electoral y ante la inminencia de vencimientos de intereses de la deuda pública.
Tampoco careció de ingenuidad cuando creyó que el peronismo acordaría fácilmente con el gobierno derrotado. El nuevo pacto federal significará, necesariamente, la resignación de recursos por parte de los que ganaron las elecciones.
Domingo Cavallo no estuvo en la reunión con Bush porque su presidente quiso, cuando se vio con las manos vacías, ignorar la cuestión económica en el encuentro cimero. Sabía que no saldría nada de una reunión cuyos requisitos se habían planteado con claridad y no se habían cumplido: ¿para qué poner el acento en los temas económicos, en el único sesgo que era, ya de antemano, un fracaso?
Los requisitos cumplidos eran una necesidad porque la Argentina (que en los últimos días volvió a estar de la peor manera en todos los diarios del mundo) debía conquistar la simpatía activa -y no sólo declarativa- del gobierno de Washington.
Bush pudo, en primer lugar, disciplinar a su administración sobre el caso argentino. El Departamento de Estado es la agencia más proclive a ayudar a la Argentina, seguida por el Consejo de Seguridad, aunque en este caso con menos entusiasmo. Pero el Departamento del Tesoro sigue, a pesar de las buenas gestiones de su segundo, John Taylor, la impronta de frialdad hacia la Argentina que le imprimió su jefe, Paul O´Neill.
El gobierno argentino sueña con dinero fresco para reprogramar su deuda, que podría provenir del Fondo Monetario Internacional o del propio Tesoro norteamericano. Un sueño menos utópico consiste también en conseguir que los organismos multilaterales -o algunos de ellos- garanticen las propuestas argentinas a sus acreedores.
La administración de De la Rúa tiene una urgencia más perentoria aún: digan lo que digan, la Argentina necesita que el Fondo le anticipe cuanto antes un desembolso de más de 1200 millones de dólares previstos para diciembre.
Disciplina interna
En cualquiera de esos casos, el gobierno de Washington debía estar convencido de que la Argentina merece salvarse y actuar en consecuencia. ¿Cómo pedirle semejante gestión a Estados Unidos si no pudo preexistir un acto mínimo de disciplina política interna?
Los acuerdos políticos en Nueva York fueron notables, porque el gobierno acordó con todas las necesidades presentes y futuras de Estados Unidos en la guerra de Afganistán. Pero ésa era la necesidad norteamericana.
Ya antes la cancillería argentina había dejado de insistir ante Brasilia para que la reunión con Bush fuera conjunta de los presidentes brasileño y argentino, Fernando Henrique Cardoso y De la Rúa, tal como se acordó en la última reunión de ambos países en San Pablo. Un encuentro de esa naturaleza le hubiera dado un giro notable al caso argentino.
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