Juan, el hijo de María, tenía tres años cuando murió. Ella dice que va a pasar el resto de su vida preguntándose si pudo haber hecho más para no perderlo. Los intentos por mitigar el dolor son en vano y cuesta sobrellevar el sentimiento de culpa. El accidente que terminó en tragedia quizás pudo haberse evitado. Ahora solo queda la duda.
En el barrio donde vive María junto a su marido y su otro hijo, en La Matanza, hay unas cuarenta familias que en los últimos años pudieron construir sus viviendas con la asistencia de punteros políticos que pedían, a cambio, adherirse a la agrupación piquetera San Martín. Había que movilizarse y cortar calles cada vez que llegaba la orden. Ese era el trato.
En los pocos postes enclenques que iluminan los caminos poceados se ven los carteles de la organización. También hay bolsones de arena aquí y allá con el mismo logo estampado y decolorado. Son señales de un control territorial que vio tiempos mejores antes que su influencia se resquebrajara por la presión de los propios vecinos quienes, casi a gritos, terminaron obligando al Estado a asomarse al lugar por primera vez tras años de abandono.
En una de esas viviendas, que están rodeadas de construcciones precarias y nuevas, producto del crecimiento reciente del barrio, el hijo de María se golpeó la cabeza. Con ayuda de varias personas intentaron llevarlo al hospital más cercano, ubicado a unos 15 minutos. Pero las ambulancias no entraban al barrio. Ante las emergencias, se usaban autos o “carretas” para retirar al vecino del barrio lo antes posible y llegar a la autopista para buscar ayuda.
Las ambulancias no entraban por la inseguridad y por el calamitoso estado de las calles de tierra. Esas calles son las que provocaron que el vehículo que le prestaron a María se descompusiera y no pudiera salir. Cuando lograron llegar al hospital, Juan ya había muerto.
Los vecinos les habían pedido varias veces a los referentes políticos que gestionaran el asfaltado de las calles y el resultado siempre era una promesa que todos consideraban fútil. La tragedia de Juan tensó el vínculo con los punteros, pero la única respuesta fue que había que tomar la municipalidad para lograr que el problema fuera resuelto.
La negativa de los habitantes del barrio, dicen, significó el fin de un contrato inexistente pero poderoso con la organización. Conscientes de que la convivencia iba a ser difícil, los vecinos decidieron asociarse y fundar una agrupación barrial que funcionara como gestora de los reclamos. En poco tiempo daban una taza de leche diaria a un centenar de chicos y ya pensaban en cómo conseguir fondos para construir una sala de primeros auxilios del barrio. El caso de Juan y de otros vecinos que no llegaron al hospital no podían volver a ocurrir. Fue entonces cuando una fundación extranjera les ofreció financiamiento para construirla. Al aceptarlo, el vínculo con los punteros terminó de romperse al grito de traición.
Hace dos años, con la obra iniciada, la agrupación vecinal tuvo el primer y reclamado contacto con el Estado. Tras varias reuniones decidieron asociarse con el gobierno provincial, que construyó un centro de contención en el núcleo geográfico del barrio, justo encima de donde está la sala de primeros auxilios.
La red de punteros que funcionaba allí no desapareció pero, desplazada y debilitada, hoy se encarga de mandar “mensajes” amenazantes a los vecinos que viven con miedo, pese a estar ahora bajo el paraguas estatal.
El temor se evidencia con un cambio en los gestos cuando cuentan su historia a LA NACION. Por eso, en ese barrio pidieron que los personajes aparecieran cambiados para no levantar la perdiz. La agrupación piquetera no se llama San Martín, María no es el nombre de la vecina y su hijo, cuyo accidente no fue por golpearse la cabeza, no se llamaba Juan.
En la complejidad de los sectores más postergados del conurbano bonaerense los conflictos entre las necesidades de los vecinos y el poder que se arrogan los punteros se repiten una y otra vez. La respuesta apunta siempre a un Estado que estuvo históricamente ausente, pero que ahora busca revertir la situación y desmenuzar una red de punteros cuyo accionar ya está naturalizado.
Disputa política
Con programas interministeriales que apuestan a dar respuestas a los reclamos de los vecinos, a ser receptores de denuncias de violencia de género o intrafamiliar, a desplazar las redes de narcomenudeo y a facilitar trámites administrativos sin intermediarios, la gobernadora de la provincia de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, intenta poner fin a décadas de abandono, pero también expandir su propia influencia política en el territorio en el que vive más del 60% de los habitantes de la provincia más poblada del país y donde, en su mayor parte, el peronismo pisa fuerte.
Remover por completo a la estructura de punteros llevará tiempo, años, pero en el gobierno provincial dicen que ya se empiezan a notar los cambios en varios barrios vulnerables donde establecen postas con oficinas itinerantes o con centros de contención permanentes. Sin embargo, algunos vecinos aseguran que la presencia por sí misma no basta. En algunas zonas, el asfalto todavía no aparece, los postes de luz ceden ante la primera ráfaga y el transporte público no llega. El aislamiento sigue presente todo el tiempo.
María José Mazzini acomoda sobre una baldosa a uno de los reflectores que apuntan a la plaza del barrio Trujui, en San Miguel. A medida que baja el sol, la luz potente de dos focos vuelve imposible no ver a un camión pintado de verde, el color del gobierno provincial, que estará estacionado ahí durante un mes.
Una carcajada de Mazzini expone su voz rasposa y apenas grave mientras bromea con chicas de unos diez años que se acercaron a aprender cómo hacer el ula ula con un aro. Son poco más de las siete de la tarde y, para ella, la jornada apenas empezó. Todos los días, Mazzini lidera un grupo de representantes del Estado que brindan contención a los vecinos de distintos barrios desde la tarde hasta la medianoche. En esa franja horaria, dice, es cuando se exponen los problemas más sensibles y cuando los vecinos se acercan a pedir ayuda porque en la oscuridad nadie los ve.
Durante media hora, María José contará que el camión del programa itinerante Cerca de noche –que ya actuó en nueve municipios del conurbano- tiene dos consultorios con psicólogos a los que muchos vecinos acuden para “descargarse”, donde se reciben denuncias de violencia de género y pedidos de ayuda por alcoholismo o drogadicción, y donde hay zonas en las que se establecen vínculos fuertes con los vecinos. También explicará por qué los acompaña siempre una camioneta de Infantería y por qué desplazar a los punteros no es fácil.
“No es de un día para el otro. [Los punteros] se van a ir yendo, soy optimista, pero lleva tiempo. Los mismos vecinos los van a ir sacando porque dicen ‘éstos no vienen por un voto’”, sostiene, antes de agregar que muchas veces tienen que contactarse primero con los referentes políticos locales antes de ir a un barrio determinado. Extraña contradicción.
Tuvieron experiencias violentas donde los que creían tener el control territorial los atacaron con piedras, insultos y escupidas. La situación se crispa más todavía cuando esos focos de poder están dominados por redes de narcomenudeo y los representantes estatales deben adentrarse en barrios “picantes” junto a las fuerzas de seguridad. En algunas ocasiones incluso tuvieron que retirarse por el nivel de violencia. “No puedo arriesgar la seguridad de ellos”, dice Mazzini y señala al resto del equipo que la acompaña.
La mujer advierte, sin embargo, que la complejidad del mundo de los referentes políticos suele motivar los prejuicios. Aunque surgieron debido a la ausencia del Estado y comúnmente se los asocia con el clientelismo, no todos los punteros entregan una boleta electoral junto a un paquete de yerba.
El rol social de los punteros
El padre Rodrigo Vega insiste con que hay que vivir en los barrios para entender bien la realidad. En su búsqueda por desmitificar la connotación negativa que se les adjudica a los punteros, él destaca el rol social que cumplen cuando no hay otra alternativa.
“Cuando no tenés acceso a nada lo tenés a través de ellos. Hay gente que te dice ‘no tenía ni un peso para pagar el cajón de mi hijo y lo conseguí con el referente político de ese momento porque el Estado no estaba’. Desde eso hasta el plato de comida. Es muy ambiguo, ¿entendés?”, dice.
Vega está a cargo de la parroquia Virgen de la Asunción, en el barrio Carlos Gardel, en Morón, donde viven unas 600 familias. Allí, el Estado recién está llegando. Detrás de la parroquia, que construyó con financiamiento de una fundación alemana, se está levantando una Casa de Encuentro Comunitario (CEC), destinada al desarrollo de las familias en situación de vulnerabilidad social, con fondos provinciales. Hoy hay cinco terminadas y otras 14 en construcción, con el objetivo de llegar a 50 en pocos años más.
Mientras espera que terminen las obras para recibir a más vecinos interesados en las actividades que se realizarán ahí (como formación de oficios o actividades deportivas), el padre cuenta que la red de punteros funcionó como el único nexo entre la gente y el Estado por décadas. “Se profundizó tanto que los vecinos terminaron dependiendo completamente de ellos”, dice.
El párroco llegó al barrio en 2004, meses antes de que Benedicto XVI fuera ungido Papa, evento por el cual lo bautizaron con un nuevo apodo. La deformación por repetición del vitoreo “¡Benedicto! ¡Benedicto!” pasó a ser “Vení Tito” y así quedó.
Tito dice que desde que él llegó los punteros ya tenían años cumpliendo su “rol social” en el barrio, por entonces “villa”. Tan instalados estaban que su accionar se había naturalizado. Eso es lo que ahora el gobierno de turno intenta revertir.
“Todavía hay confusión en muchos lugares sobre la idea de que los operativos [del Estado] son de éste u otro político, como que les pertenecen”, dice el ministro de Desarrollo Social de la provincia, Santiago López Medrano.
La naturalización proviene de ambos lados. “Ustedes hacen lo mismo que nosotros pero pintados de verde”, le dicen al gobierno. La respuesta de los funcionarios ahonda en lo políticamente correcto y niegan querer obtener un rédito político.
Mirá dónde está ubicada la oficina del Estado: podés navegar el video con el mouse, utilizar las flechas que se ubican en el vértice izquierdo o emular el movimiento desde tu celular.
La timidez de Sabrina López para contar cómo es vivir en el barrio Salamanca, de González Catán, se traduce en las risas cómplices de un grupo de vecinas. En la plaza del barrio, parada delante de una CEC y de lo que en un futuro será una oficina fija del programa itinerante El Estado en tu barrio –destinado a resolver trámites administrativos-, la vecina celebra lo que ella entiende como “el fin del abandono” de tantos gobiernos. “Tocamos muchas puertas y no nos recibían”, se lamenta.
Los primeros pasos del Estado en las zonas postergadas tienen entre los vecinos un buen grado de aceptación, pero así como llevará tiempo desplazar a los punteros, también se deberá trabajar en cómo remover la sombra de la suspicacia. “Nos costó aceptar la ayuda porque siempre piden algo a cambio”, dice Sabrina, que eleva los hombros a modo de resignación. Después de un silencio, el padre Vega reflexiona sobre la confianza: “La estamos construyendo”.
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