La caótica transición de una sociedad en pos de un país nuevo
“Un mundo nuevo” titularon con acierto algunos periódicos al día siguiente de los atentados del 11 de septiembre último en los Estados Unidos. “Un país nuevo” podría haber sido el titular con el que nos desayunáramos ayer u hoy.
Un país nuevo en el que a la magnitud inimaginada y violenta de saqueos le siguió la inaudita explosión de la clase media y algo más acomodada que, al ritmo de las cacerolas, reclamó un cambio sin siquiera pergeñar un rostro que lo encarnara.
Un país nuevo en el que para una crisis terminal no emergían ni se proponían eventuales, prometidos o mesiánicos salvadores, como ha ocurrido en casi toda la historia nacional. Las crisis sin precedentes habían consumido varias generaciones de la dirigencia nacional.
Tal vez por eso mismo mucha gente común (no los vándalos que destruyeron y robaron) estalló, porque en un país nuevo la sociedad espera algo menos mágico, más modesto, más realista y, seguramente, más probable de emerger de sus propias filas y de su propia dirigencia.
El hartazgo, la desesperación, o ambos (y en algún caso el oportunismo y la irresponsabilidad) abrieron las últimas compuertas con que la memoria colectiva contenía un estallido social, por la trágica historia nacional de interrupciones de los procesos democráticos.
Sin un horizonte claro, ni un liderazgo potencial a la vista, por primera vez, la mayoría de la sociedad, tanto organizada como espontáneamente, se desbordó (palabra elegida por muchos medios en inglés –boiled over–) para pedir que terminara una etapa.
Una rápida recorrida por las últimas cuatro décadas podían hacer predecir esta sensación de final de época, esta percepción de que acaba de parirse un país nuevo, cuyas formas nadie en estas horas caóticas se anima siquiera a esbozar.
Lo que nunca había ocurrido en la Argentina y de lo que los argentinos nos jactábamos ocurrió en todo ese tiempo:
- El fin de la libertad de pensamiento y de creación en la prestigiosa universidad pública con La noche de los bastones largos, el 29 de junio de 1966.
- La virtual guerra civil de fines de los 60 y principios de los 70, con la aparición de las organizaciones armadas de izquierda y de ultraderecha.
- El vacío de poder de un gobierno en manos de alguien cuya única legitimidad radicaba en ser la viuda del último líder populista.
- Una represión militar ilegal con miles de desaparecidos, de la que a las Fuerzas Armadas les costó recuperarse.
- Una guerra internacional, con la ominosa derrota como resultado.
- El estallido social.
- La hiperinflación.
- La entrega anticipada del mando por parte del presidente en el que se depositó la esperanza de la democracia recuperada.
- La virtual desaparición del empresariado nacional.
- La percepción generalizada de que la corrupción ha infectado a gran parte de la dirigencia, especialmente política, sindical y hasta militar.
- El endeudamiento público y privado más desmesurado que nadie haya previsto.
- El crecimiento a niveles de pesadilla del desempleo, que ha provocado la marginación y la exclusión de un amplio sector de la sociedad.
- La decadencia y empobrecimiento sistemático de la clase media, que supo enorgullecer y distinguir a la Argentina.
- El fracaso rotundo de una de las última esperanzas de la política tradicional, encarnada por una coalición que antes del primer año de gobierno se había destrozado.
- La huida de un vicepresidente que era, para muchos, un símbolo de honestidad y voluntad de cambio.
- La virtual cesación de pagos del país.
- Los saqueos.
- El cacerolazo y las marchas que desafiaron el estado de sitio.
- La violencia callejera sin ningún tipo de límites y la represión policial.
- La renuncia de un presidente constitucional a los 740 días de haber asumido.
Claro que en medio de tantos males pueden computarse algunos oasis, que, sin embargo, no postergaron este desenlace sino que, probablemente, lo hacen más rotundo y, en parte, comprensible. Porque en los últimos 18 años de estas cuatro décadas también se vivieron:
- La recuperación de la democracia.
- El período más largo de vigencia plena de la Constitución en 70 años.
- El lapso más extenso de vigencia irrestricta de las libertades públicas e individuales.
- La mayor apertura del país al mundo en más de medio siglo.
- La mejora de la mayoría de los servicios públicos, tras su privatización.
- El conocimiento y acceso a las bondades de los adelantos tecnológicos.
Es decir, se conoció que un mundo mejor era posible, pero también que desde hace cuatro años cada vez se hacía más lejano, cuando habíamos creído tenerlo al alcance de la mano.
Por eso, se puede decir que lo sucedido en las últimas 48 horas abre la puerta a un país nuevo. Tan imprevisible e incierto cuanto vital como un recién nacido, para el que sus padres –la sociedad- y, en particular, sus dirigentes deberán ahora pensar, acordar y construir un destino posible, en medio de las ruinas y los escombros que unos y otros han sembrado.
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