La coherencia kirchnerista, más en duda que nunca
El Gobierno ha abierto en estos días dos debates cruciales. Detrás del decreto que amplía la participación de la Anses en los directorios de las empresas se esconde una controversia que va mucho más allá de la sana administración previsional. Un sector del oficialismo está cuestionando con una claridad y audacia hasta ahora desconocidas el rol de la iniciativa privada en la organización de la economía.
Por otra parte, el miércoles de la semana pasada el Senado debatió con una dureza también poco frecuente el régimen de subsidios a las obras sociales. Desde la discusión de la reforma sindical de Raúl Alfonsín, en 1984, no se oían en un recinto del Congreso semejantes cuestionamientos a la dirigencia gremial. En ambas discusiones quedan al descubierto las llamativas contradicciones del kirchnerismo. Es difícil decir a qué se deben: si a que en su seno conviven visiones cada vez más divergentes de la vida pública, que lo colocan en una especie de match point; o a que ante problemas fundamentales del país no sabe adónde va.
La Anses demandó ayer ante la Justicia a Siderar, del grupo Techint, acusándola de haber desconocido el decreto de necesidad y urgencia que amplía la participación del Estado en el directorio de 42 empresas privadas. El titular de esa agencia, Diego Bossio, defendió la medida con el argumento que expuso Cristina Kirchner anteayer: "No podemos renunciar a los derechos políticos a que nos habilitan las acciones que controlamos. Pero no hay un conflicto de intereses. Queremos que a las empresas les vaya bien".
No todas las explicaciones oficiales son tan asépticas ni amigables. El domingo pasado, Axel Kicilloff, candidato de la Anses para Siderar, expuso en el programa 6, 7, 8, de Canal 7, una estrategia más ambiciosa. Después de la perspicaz aclaración de que "si no se le reconoce al Estado su tenencia en las empresas se vulnera el principio de propiedad" y de anticipar que el aumento de delegados de la Anses no será "disruptivo", el economista se preguntó: "¿Qué esperaría uno de una empresa argentina que se ha expandido tan fuertemente? Que en un momento en que la Argentina está viviendo un proceso de industrialización, una empresa que se dedica a la producción de insumos básicos preste atención a lo que está ocurriendo en la Argentina. No a su expansión mundial, a comprar una planta por allá o por acá con los dividendos que genera. Que tenga precios diferenciales para la industria argentina".
Para Kicilloff, la participación de directores en las empresas puede expresar, entonces, un conflicto de intereses. Siderar, por ejemplo, debería alinearse con las prioridades siderúrgicas del Gobierno. Kicilloff lo justifica así: "El Estado es el más calificado para participar enteramente [en las compañías], porque tiene políticas propias, que engloban no sólo los intereses de los capitales individuales, sino de la sociedad en su conjunto".
Está claro: la función de los directores estatales debe ser supeditar a la iniciativa privada "a una planificación, a una dirección, en términos de la capacidad de producir, distribuir y consumir". Uno de los medios es la limitación a las decisiones de inversión del accionista privado.
El planteo abre incógnitas jurídicas. ¿Qué intereses debe custodiar el director de una sociedad privada? ¿El de la empresa en la que actúa, el del accionista al que representa o el de la comunidad en su conjunto? Según sea la respuesta habrá que esperar, o no, una reforma de la ley de sociedades.
Sobre la premisa de Kicilloff, que el Estado "no es un agente bobo que destruye todo lo que toca", no caben dudas. Sería bueno que él lo demostrara en Aerolíneas Argentinas, donde se desempeña como gerente financiero. Desde hace tres años esa compañía no presenta balances en la Dirección de Personas Jurídicas, aunque remitió un informe contable al Congreso. Su presidente, Mariano Recalde, había prometido que en 2011 el déficit sería de $ 800 millones; pero en lo que va del año el Tesoro le giró $ 605 millones. Por otra parte, al no haberse estatizado, Aerolíneas tiene los beneficios de una compañía pública, pero la libertad operativa, sobre las contrataciones, de una empresa privada. ¿Qué sucedería si le enviaran un director tan inquisitivo como promete ser Kicilloff en la empresa de los Rocca?
Más allá de esa experiencia, este inteligente economista desafía con sus planteos al propio oficialismo. En principio, obliga a Débora Giorgi a moderar su retórica a favor de la existencia de multinacionales argentinas. Aunque la ministra podría defenderse con un argumento sólido: si se siguen los consejos de Kicilloff acaso una multinacional de Brasil termine comprando la siderúrgica local. La transnacionalización de las compañías es un objetivo principal de Dilma Roussef, a quien cuesta encuadrar como neoliberal.
El destino de los dividendos es otro problema para el cual el kirchnerismo tiene varias recetas. Cuando se trata de retribuir a la Anses, exige una distribución generosa. Es lógico: los fondos previsionales financian el cuantioso gasto público. Para los bancos extranjeros, la vara es otra: a Carlos Sánchez, el superintendente de bancos, lo exoneraron por permitir una distribución de beneficios. También es lógico: esas entidades iban a comprar dólares, afectando la política cambiaria de Guillermo Moreno. Sin embargo, YPF también compra dólares cuando distribuye esos cuantiosos réditos que Repsol remite a España, y con los cuales la familia Eskenazi salda su deuda con la banca. Pero en esta ocasión los funcionarios no se inquietan. A partir de estas variaciones, ¿dictará la Presidenta alguna norma para que la liquidación de dividendos dependa de su autorización?
El Gobierno detesta los criterios universales. Para el desembarco de nuevos directores de la Anses en las empresas agita la bandera de la defensa del dinero de los trabajadores. Sin embargo, cuando se descubre, como lo hizo la Auditoría General de la Nación (AGN), operaciones fraudulentas con las contribuciones de los afiliados a las obras sociales -es decir, dinero de los trabajadores-, se niega a llevar ese delito a la Justicia. Fue la posición del Gobierno en el Senado el miércoles de la semana pasada, cuando la oposición exigió que se denuncie a los funcionarios y gremialistas por irregularidades escandalosas. Los radicales Gerardo Morales y José Cano, y el peronista disidente Juan Carlos Romero, consignaron que hay más de 35.000 expedientes de subsidios sin rendir cuentas; que la Administración de Programas Especiales pagó vacunas por $ 24 cuando al PAMI le costaban $ 12; que entre los troqueles de los medicamentos consumidos se sustituyeron por fotocopias; que hubo compraventa de troqueles; que con los mismos expedientes se cobraba varias veces el mismo subsidio, y que cuando Graciela Ocaña denunció estos desmanejos, la echaron.
El santacruceño Nicolás Fernández se atrincheró en motivos procesales para que los sindicalistas no agregaran a sus muchas causas penales una iniciada por el Senado. Fernández salvó la maltrecha alianza entre la Casa Rosada y la CGT. Sin embargo, el salteño Romero denunció como una traición al peronismo la corrupción histórica del aparato sindical.
Tal vez las pretensiones de Kicilloff y la incomodidad de Fernández sean episódicas. Pero, aun así, tienen una densidad atractiva: replegada la oposición sobre su propia tragicomedia, comienza a quedar claro que la principal contradicción de la Argentina es la que hoy atraviesa al propio kirchnerismo.
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