Lejos de un hombre débil
Menem es siempre inasible.
Una hora con el Presidente bastó para confirmar que procurar extraerle definiciones tajantes constituye todo un desafío. Es que este hombre, que ayer lució distendido y de buen semblante, sin dar muestras de debilidad, no suele salirse de una línea discursiva.
Destaca una y otra vez sus logros de gobierno, al punto de explayarse largamente sobre los más insignificantes, y ataca, sin reparos ni nombres, a la oposición, para de repente destaparse con alguna frase para el recuerdo. Pero casi de inmediato compensa su pronunciamiento anterior, como si borrara con el codo lo escrito segundos antes con la mano.
Era la segunda oportunidad cara a cara con Menem. La anterior había sido el 15 de mayo de 1996, en la Casa Rosada.
Claro que aquella vez el Presidente lucía cansado, los hombros parecían pesarle y se le escapaba un tono disfónico, lindero con la queja. "Estoy con demasiado trabajo", se excusó en aquel entonces.
¿Cabría adjudicársele aquel talante a la ya irrecuperable relación que mantenía con el entonces ministro de Economía, Domingo Cavallo?
¿O acaso contribuía a demacrar su rostro el desgaste provocado por su insistencia en mantener en el gabinete al ministro de Defensa, Oscar Camilión, mientras crecía el escándalo por la venta de armas a Ecuador?
Otro hecho para él desafortunado lo irritaba entonces sobremanera. En pleno viaje por el exterior lo había alcanzado un informe televisivo que daba cuenta de que en una villa del Gran Rosario el menú recurrente era gato al asador.
Ayer, otra cara
Ayer, en cambio, el Presidente pareció sentirse mucho más cómodo frente a los grabadores. Dijo que, como todos los días, había dormido sólo cuatro horas -entre las 2 y las 6- y que su actividad no terminaba con la entrevista: por la noche retribuiría con placer una visita que le hizo la familia Blaquier, yendo a cenar a su domicilio.
Es un hombre al que, se nota, le gusta tener la razón. Estuvo insistente y verborrágico a la hora de repasar los logros de su gestión, pero no dio el brazo a torcer cuando se abordó su renuncia a la "re-reelección". Para Menem no hubo renuncia alguna, porque, sencillamente, nunca se postuló a la candidatura presidencial. Claro que no recordó que el miércoles 15 del actual, en el programa de TN "A dos voces", admitió formalmente que "el viernes voy a pedirles a los congresales que me digan qué hay que hacer para ser candidato y no ser proscripto en 1999".
Mantuvo una actitud serena todo el tiempo, como si ninguna pregunta pudiera encontrar un flanco débil.
Pero un suspiro desnudó en un momento cierta incomodidad. Venía de refutar el valor de las encuestas, que le dieron durante estos últimos meses un bajísimo porcentaje de aprobación a la "re-reelección", cuando incurrió en el desliz de apuntar que su popularidad estaba hoy "creciendo a un 28 o 30 por ciento", según datos oficiales cuyo origen no supo identificar.
¿No era que usted no creía en las encuestas? Buscó la respuesta en el aire.
No quedó la sensación de estar ante el llamado "pato rengo" (en inglés, lame duck) con el que los norteamericanos describen a los presidentes que encaran, ya débiles, la última parte de sus mandatos sin otro destino que el regreso a sus hogares.
Dijo que afrontará el costo político por algunas reformas pendientes, como la laboral. Y que no teme enfrentarse con los sindicatos, que se oponen a los cambios acordados con el FMI en el proyecto oficial. "Nunca le tuve miedo a nadie, sólo le temo a Dios", sostuvo. Aunque, fiel a su estilo, enseguida contemporizó: "Pero no están tan duros, andamos muy bien, estamos dialogando".
Hay que decirlo: se notó una dosis de molestia. No la manifestó explícitamente, pero gestos y algún rezongo dejaron una impresión: tras nueve años en el Gobierno, Menem siente que no le reconocen las transformaciones realizadas, sin poder desalojar en el cronista la sensación de que cuando habla de "desleales y traidores" no se refiere solamente a los políticos.