Los jueces deben preservarse: su lugar no es la calle, sino los tribunales
El hecho de salir a marchar por las calles, como fenómeno social, es una experiencia que aparece cuando la sociedad percibe la incapacidad del Estado para cumplir con sus fines, es la expresión de una decepción que reclama una reacción de las autoridades, a fin de cuentas es un ejercicio de fuerza, una forma de protesta que les da voz a quienes no se sienten escuchados. Una sociedad debidamente organizada, con instituciones que cumplan cabalmente con sus funciones, no sabe de marchas, pues éstas simbolizan un estado de cosas injusto, configuran un síntoma de que algo no anda bien.
Las Madres de Plaza de Mayo hicieron sus marchas en la plaza después de que los hábeas corpus no tuvieron respuestas en los estrados judiciales; marcharon y marchan los trabajadores cuando pierden injustamente sus empleos; los que no tienen casa en reclamo de una vivienda digna; los jubilados para que se actualicen sus haberes; los docentes en reclamo de sus magros salarios, y últimamente marchan las víctimas de delitos comunes implorando una justicia que las repare. En suma, el hecho de marchar por las calles es indicador del debilitamiento del Estado de Derecho, ya que deviene tras la impotencia de sus canales institucionales para brindar respuesta satisfactoria a la ciudadanía.
Por ello, toda marcha, quiérase o no, lleva consigo una relación de comunicación, un mensaje más o menos claro con un destinatario definido: aquel a quien compete reaccionar y dar respuesta.
Así entonces, si este último se corre y abraza a los marchantes, o incluso más, los promueve, el resultado que se sigue es que ya no habrá destinatario del comunicado, ya no habrá sujeto obligado a traer las soluciones, y el reclamo será un grito al vacío.
Mañana por la tarde, un grupo de fiscales y también algunos jueces de la Nación, tras el trágico fallecimiento de un colega en circunstancias que aún no han sido debidamente esclarecidas, promueven una marcha como forma de homenaje e invitan a la ciudadanía entera a participar. Como era previsible, quienes se acoplan lo hacen con el sano cometido de que se haga justicia, que se esclarezca el hecho, que no se repita, que no haya impunidad y que se fortalezca la independencia judicial.
O sea, inevitablemente el homenaje devino en un reclamo de justicia, una tarea de competencia exclusiva y excluyente de la función judicial en lo penal. Por lo tanto, es de toda evidencia que, en tutela de la salud de la República, las autoridades encargadas de "hacer justicia" no pueden a la vez participar de su reclamo por vías de hecho, no institucionales, tal como lo son las manifestaciones populares.
De ser así, y más allá de la efervescencia coyuntural, el mensaje como sociedad organizada es negativo, pues ya no particulares sino ahora las autoridades son las que "en marcha" encarnan la expresión en silencio de un agotamiento institucional.
Se ha reconocido que es un hecho inédito. Justamente, fiscales y jueces formando parte de una marcha que reclama justicia, es algo así como un ministro de Economía promoviendo una marcha para bajar la inflación. El riesgo que se corre es que la comunidad interprete que ya no es posible administrar justicia. Y esto es lo que debe prevenirse.
No es apropiado que quienes representamos a los poderes del Estado emulemos las prácticas sociales de la decepción; por el contrario, nuestra tarea consiste en crear nuevos puentes institucionales que posibiliten reencauzarla siempre dentro de la legalidad estatal, desalentando las vías de hecho.
Los jueces y fiscales somos el último bastión de la racionalidad y de la pacificación de nuestra sociedad. Debemos preservarnos, nuestro lugar no está en las calles, sino en los tribunales de justicia, para hacer nuestra delicada tarea.
El autor es juez de Casación Penal
Horacio Días
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