Más cerca de una definición
Ayer, la crisis mostró su peor cara. La cara del dolor, de la angustia, de la sangre derramada por un vértigo de irracionalidad en el que diferentes sectores de la población entrecruzan sus miedos, sus indignaciones y sus desesperanzas.
Desde el viernes último, la violencia venía rondando las calles de la Argentina -en Mendoza, en Entre Ríos, en el Gran Rosario, en el Gran Buenos Aires- y dejaba su huella inquietante en los vidrios rotos de algún supermercado o en alguna refriega más o menos aislada con piedras y balas de goma.
Pero ayer la violencia social estalló con toda su furia y sus pedazos saltaron por el aire. Con impresionante -y sospechosa- simultaneidad, numerosos locales de comercio fueron saqueados en los más variados lugares del país, con diferentes grados de violencia y agresividad. Y, como era de temer, la sangre llegó al río. La jornada dejó muertos y heridos. Dejó también la sensación de una sociedad desgarrada por el miedo y la incertidumbre, una sociedad que cada vez tiene menos fuerzas para preguntarse en qué momento de esta historia colmada de frustraciones se disipará su angustia y se empezará a divisar una luz al final del túnel.
Ayer, el sistema nervioso de los argentinos se puso al rojo vivo. La decisión del Gobierno de implantar por decreto el estado de sitio –justificada, sin duda, por la intensidad que alcanzaron durante el día los estallidos de violencia– aportó un mínimo de contención institucional a una situación que al promediar la jornada parecía escapar a todo control.
Subsiste, en este punto, un interrogante. ¿Tendrá oportunidad el Congreso de pronunciarse sobre la declaración del estado de sitio? La doctrina tradicional indica que el Presidente sólo está obligado a comunicar su decisión al Poder Legislativo cuando las cámaras reanuden el período ordinario de sesiones. Pero nada impide que el doctor De la Rúa incluya el tema en la agenda de las sesiones extraordinarias. En un momento como el actual, tan necesitado de señales que inviten al diálogo y a la unidad por encima de las diferencias partidarias, sería bueno que así lo hiciera.
Es que la crisis no puede ser tratada por parcelas. Subyace en ella una dimensión de totalidad que debe ser asumida. Quienes tienen que tratar cuestiones decisivas para la gobernabilidad y para la suerte de la Nación –como, por ejemplo, la sanción del presupuesto para 2002– no deberían estar ausentes de un debate que atañe de manera tan directa a una de las proyecciones de la crisis: la de los estallidos sociales.
Entretanto, nadie puede dudar de que el imperativo número uno del Gobierno es, en este momento, detener la ola de violencia que se abate sobre los argentinos. Garantizar la paz social es su deber ineludible.
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Por lo demás, es inevitable formularse una pregunta: ¿qué dato nuevo aporta la violenta jornada de la víspera al perturbado escenario político nacional? Hay algo que parece indudable y es que los estallidos de ayer –más allá de que en algunos casos hayan sido inducidos o provocados por agitadores sociales y en otros hayan respondido a reacciones espontáneas– habrán de provocar, inevitablemente, un aceleramiento de los tiempos en que se desenvuelve la crisis. La perspectiva de un desenlace que implique cambios drásticos en la escena política o institucional parece, desde ayer, mucho más cercana. El vértigo de los acontecimientos impone la sensación de que nos aproximamos a una definición.
Pero habrá una definición positiva frente a la crisis si la dirigencia sabe conducir ese vértigo, si demuestra que tiene en claro para qué se debe utilizar ese tiempo que, por la imposición de los hechos, se va haciendo cada vez más escaso.
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Ayer, el Presidente demoró dos horas en ponerle la firma al decreto de implantación del estado de sitio. Sus ritmos de respuesta a la crisis siguen siendo morosos. Hasta anoche, el presidente provisional del Senado, Ramón Puerta, alentaba firmemente el deseo de que el Presidente no viajara a Montevideo, como lo marca su agenda de compromisos internacionales. En la línea de sucesión presidencial no hay en este momento, por cierto, un titular del Senado que esté impaciente por reemplazar al jefe del Estado. Es bueno saberlo.
Pero hay otros problemas. Por ejemplo, la creciente impresión de que muchos de los sectores políticos cuyo consenso necesita el Presidente para forjar acuerdos viables no cree que sea esas soluciones puedan llegar mientras el ministro Domingo Cavallo siga concentrando en sus manos el control de la economía.
Tiempos acelerados, plazos estrechos, enfrentamientos difíciles de superar. Y, a la vez, responsabilidades institucionales irrenunciables, como la de asegurar el orden jurídico y social.
Cuanto haga Fernando de la Rúa por modificar drásticamente las líneas de su conducción política en la dramática instancia que viven los argentinos será, hoy, de inestimable valor El interminable cacerolazo de anoche así lo indica, por si no hubiera sido suficiente el caudal de violencia de la triste jornada de ayer.
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