El análisis de la noticia. Para construir la Argentina de mañana
Los argentinos tenemos hoy por delante una jornada electoral cuyos alcances deben ser comprendidos y precisados en su justa medida. Se nos ha convocado para elegir a quienes serán nuestros representantes en los órganos legislativos nacionales y, en algunos casos, a quienes nos representarán en determinadas estructuras de gobierno provinciales y municipales.
A veces se exagera o distorsiona el significado de una contienda electoral con el fin de producir un determinado efecto emocional. Es lo que ocurrió, por ejemplo, cuando hace algunos meses se dijo que las elecciones de hoy iban a ser un plebiscito, en el que habría que votar, en definitiva, a favor o en contra del presidente Néstor Kirchner. Nada más alejado de la verdad: las elecciones que hoy tenemos por delante no son un plebiscito ni nada que se le parezca. Son las clásicas elecciones de renovación parlamentaria o, en todo caso, lo que en otros países se conoce como una típica contienda electoral de "mitad de mandato". Es decir, una elección en la que no está en juego, en absoluto, la estabilidad de un presidente de la República.
A lo sumo, una elección como la de hoy puede llegar a servir como barómetro para medir, en términos muy generales, el nivel global de aceptación de que goza una determinada gestión presidencial. Pero no es ésa su finalidad principal ni es ése el punto de mira que debe tomar en cuenta el ciudadano al emitir su voto.
La palabra "plebiscito" tiene una connotación peligrosa. De un presidente de la República de arrolladora popularidad -don Hipólito Yrigoyen- se decía que, en su segunda presidencia, había sido "plebiscitado", como una manera de subrayar que había logrado una victoria popular aplastante.
La expresión -poco feliz- tenía un clarificador antecedente histórico: el "plebiscito" fue el nombre institucional que se le dio al célebre pronunciamiento electoral de 1852 en virtud del cual Napoleón III dejó de ser presidente de los franceses para pasar a ser emperador.
La palabra "plebiscito" sugiere la idea de un "todo o nada" o de "yo o el diluvio". Tiene, por lo tanto, un sesgo básicamente antirrepublicano. No: los comicios de hoy no tienen nada que ver con eso, afortunadamente.
Se trata de una simple elección de renovación parlamentaria, que en todo caso puede servir para modificar en un sentido o en otro la composición del Senado o de la Cámara de Diputados, aumentando o disminuyendo, por esa vía, la influencia o la capacidad de maniobra del Poder Ejecutivo respecto del Poder Legislativo.
Las elecciones de renovación parlamentaria tienen, generalmente, un voltaje emocional bajo, sobre todo si se las compara con las elecciones presidenciales.
Cuando se trata de elegir a un presidente -o bien a uno de esos gobernadores de provincia que en su terruño dividen dramáticamente las aguas de la opinión pública-, los procesos electorales son, por regla natural, mucho más intensos y apasionados. Por eso los distintos sectores políticos tratan de elevar la temperatura emocional de esas elecciones intermedias mediante diferentes subterfugios: por ejemplo, dándoles un rol simbólico preponderante a quienes encabezan las listas de diputados o a quienes se postulan para una senaduría.
Con frecuencia, se procura involucrar exageradamente al presidente de la República en una campaña que en principio le es ajena, mediante el recurso de elegir como candidato -o candidata- a quien exhibe un alto grado de identificación con él. De ese modo, se procura desplazar el eje del debate hacia la figura presidencial, que por definición suele tener, en el escenario público, una concentración de prestigio -y también un efecto de rechazo- mucho mayor que cualquier otra.
Desde un punto de vista más práctico que doctrinario, estas elecciones de menor intensidad emocional son, sin embargo, paradójicamente, las que mejor revelan el grado de madurez y responsabilidad cívica de los ciudadanos convocados a votar. Justamente porque no contienen elementos externos demasiado llamativos y porque no parecen poner en riesgo en forma dramática el destino o la estabilidad del sistema democrático, esas votaciones de "mitad de mandato" deben ser valoradas por la ciudadanía con especial interés.
Los ciudadanos debemos habituarnos a asumir nuestro compromiso cívico sin necesidad de que ningún elemento exageradamente notable o ruidoso nos convoque.
En las elecciones de renovación parlamentaria, los ciudadanos tenemos que volcar otra clase de pasión: no el fervor irracional que suscitan los personalismos desbordados o los fanatismos políticos, sino el entusiasmo saludable que nace de nuestra pertenencia consciente y responsable a una sociedad democrática y de nuestra disposición a concurrir a las urnas con el más alto grado posible de madurez y racionalidad.
Estas elecciones que no parecen tener un alto grado de urgencia y dramatismo deberían ser nuestra mejor escuela de civismo y responsabilidad. Y deberían ayudar a que nos acostumbráramos a votar con un espíritu crítico y racional tanto a la hora de elegir legisladores como en el momento crucial en que nos toque decidir, por la vía del sufragio, otras alternativas tal vez más cruciales para la suerte inmediata de la Nación.
Esforcémonos para que votar sea eso: vivir el deber cívico con el nivel máximo de adultez y racionalidad.
Con ese espíritu, concurramos hoy a las urnas. Que nuestro voto sea el mejor modo de construir, con esfuerzo e imaginación, la Argentina de mañana y de pasado mañana. Y que tras la elección, cualquiera que sea el resultado, recuperemos los argentinos la necesaria capacidad de diálogo entre gobierno y oposición, de modo que las políticas y estrategias de Estado sean el resultado, de aquí en adelante, de un entendimiento amplio y generoso entre todos los sectores y de un positivo espíritu de unión nacional.
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