Rendido entre odios y rencores
Si todo resultara cierto, Carlos Menem habrá confirmado una vieja conjetura. Su presencia en la política argentina, que significó un envión tosco e imperfecto hacia la modernidad en ciertos aspectos económicos, resultó, en cambio, una mala novedad para las instituciones de la democracia. Su protagonismo en el centro del escenario en los últimos 14 años coincidió con la destrucción masiva y sistemática de casi todas las instituciones argentinas.
Una sola institución había quedado en pie: la de la elección popular de los gobernantes. Ayer, cuando el ex presidente caviló entre fugarse o enfrentar una derrota, disparó contra esa institución, contra la estabilidad política del próximo gobierno y contra su propio lugar en la historia argentina.
Es cierto que se encamina hacia una elección de características africanas: todos los encuestadores coinciden en que Néstor Kirchner conseguiría el domingo entre el 70 y el 75 por ciento de los votos y que Menem apenas superaría, en el mejor de los casos, los 24 puntos de la primera vuelta. ¿Tan magros resultados serían acaso sólo culpa de algunos sectores sociales, de los medios, del sistema político o de los encuestadores?
Los brotes de la derrota estaban, desde hace varios meses, escondidos y minúsculos, en las mediciones de opinión. Por ejemplo: Menem nunca pudo modificar el 70 por ciento de imagen negativa que arrastra desde 1996. Sólo una sociedad muy desesperada, dentro de una absoluta carencia de candidatos más o menos creíbles, hubiera sido capaz de cruzar semejante rechazo para caer en brazos del ex presidente.
Extraña el giro más impensado de Menem: preferir capitular ante Eduardo Duhalde en lugar de caer por decisión de la sociedad y de abrir un espacio posible de renovación en el peronismo y en la política argentina. Habría terminado por reconocer la categoría de su archienemigo y de resignarse a su victoria. La vieja política se resiste a la extinción; prefiere, aún entre odios y rencores, preservar su vida, aunque fuere infligiéndole al país sus propias derrotas.
Menem inició su gestión en la política nacional, ya como presidente, pulverizando una institución fundamental: la Justicia. Antes de ocuparse de la monumental crisis económica que había heredado, modificó la composición de la Corte Suprema y luego amplió el número de sus miembros hasta crear una mayoría propia que no lo abandonó nunca.
Más tarde, edificó una justicia federal (la única que importa para juzgar a los funcionarios nacionales) cargada de amigos de sus amigos y con escasos méritos propios. Resultado: ninguna encuesta le otorga menos del 80 por ciento de descrédito social a la institución judicial, aún cuando muchos jueces de otros fueros, la mayoría, son hombres probos.
Cuando Domingo Cavallo logró estabilizar la economía, y mucho antes de que se terminaran las reformas que necesitaba la Argentina para emprender el progreso, Menem ya estaba cegado por la sola idea de reformar la Constitución de 1853.
También Raúl Alfonsín había soñado, como presidente, con el proyecto reformista, cambio que terminaría perpetrando junto con Menem mediante el famoso Pacto de Olivos. Ninguno de los dos percibió el compromiso histórico de consolidar el sistema democrático a través de lo único que no se había respetado durante los 50 años precedentes: la Constitución. La principal institución argentina, el único contrato que comprende a toda la sociedad nacional, quedó así sometida a un infernal trapicheo entre dos caudillos personalistas y desprejuiciados.
No obstante, Menem intentó durante los cuatro años siguientes a su reelección, entre 1995 y 1999, forzar el texto constitucional para lograr una segunda reelección consecutiva, que le estaba claramente prohibida por la reforma de 1994. Sólo una diáfana advertencia del exterior, en el sentido de que no debía violar la Constitución, lo hizo desistir de su proyecto, que esperaba concretarlo con una ayuda de sus amigos en la Corte Suprema de Justicia.
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Fernando de la Rúa no fue el presidente que creó un sistema de intercambio de prebendas con el Congreso para que éste le aprobara las leyes; su pecado fue creer que podía continuar con el modelo que había inaugurado Menem. El ex presidente peronista siempre creyó que todos los hombres tienen un precio y, sobre todo, si están sentados en el Senado o en la Cámara de Diputados.
El sistema según el cual las leyes tienen un valor no político o institucional, sino de intercambio de favores, se instituyó y se consolidó durante la gestión de Menem. Conclusión: ninguna otra institución o sector social de la Argentina padece el descrédito actual del Parlamento.
La propia institución presidencial cayó abatida por una dosis insoportable de frivolidad, y por la falta de una noción mínima de moral en la vida pública, durante la administración de Menem.
¿Qué decir entonces del poco apego del ex presidente a la palabra dada? ¿No es el respeto a la palabra uno de los más esenciales atributos de un presidente? ¿Qué esperanza puede atesorar una sociedad que no confía en la palabra de su presidente? Menem se preparaba ayer para hacer lo que negó que iba a hacer durante más de una semana. De esa forma, le dio la razón a la desconfianza social que nunca creyó que aceptaría su derrota anunciada.
Tal vez el ex presidente esconde el propósito de desestabilizar a Kirchner de entrada. El gobernador de Santa Cruz tenía ya una legitimidad implícita por el resultado de las encuestas, abrumadoramente favorable a su candidatura. No tendría ahora, si Menem terminara huyendo, otro remedio que buscar la legitimidad explícita por obra de su gestión. Deberá, urgido por la debilidad inicial, convertirse en un presidente de consensos, capaz de crear un sistema de consultas permanentes con un arco que va de Elisa Carrió a Ricardo López Murphy. Kirchner anticipó ayer que hará eso.
Tendrá seguramente a su favor, en tal caso, la solidaridad inicial de amplios sectores políticos y sociales y el hecho inexorable de que Menem se habrá ido, definitivamente.