Sospechas de impunidad
El fallo del juez federal Norberto Oyarbide refuerza las peores sospechas sociales: que la maquinaria judicial (en este caso formada por un magistrado, un fiscal y un perito) no está dispuesta a investigar a fondo las supuestas irregularidades de la política, incluso cuando las presunciones recaen sobre quienes tienen el mayor deber de transparencia.
El fallo, que no fue apelado, quedará firme salvo que alguien pueda demostrar que el juez o el fiscal actuaron en forma fraudulenta, falsificaron documentos, incurrieron en cohecho o fueron presionados. Pero, para lograr la revisión del fallo, que no fue apelado por el fiscal, no sólo hay que animarse a formular semejantes acusaciones, sino que, además, hay que estar en condiciones de probarlas.
En 1971, la Corte Suprema nacional, en el caso Campbell Davidson, admitió que se plantease una acción contra la cosa juzgada fraudulenta, explica Juan Carlos Hitters, ministro de la Suprema Corte bonaerense, en su obra La revisión de la cosa juzgada (Editorial Platense).
La legislación federal nunca reguló la acción de revisión, que corresponde presentar en primera instancia y da inicio a un juicio tan dilatado que, cuando finaliza, casi nadie se acuerda del tema central que lo originó.
Pero esa vía de revisión, sí, prosperó en algunos casos excepcionales. En efecto, cuando la ex presidenta Isabel Perón fue sobreseída de haber cometido irregularidades en la Cruzada de la Solidaridad, la Corte anterior a 1983 dejó sin efecto esta medida.
Y, con el regreso de la democracia, hubo más casos. Sobre la base del fallo Genie Lacayo de la Corte Interamericana (1997), a partir de 2005 la Corte argentina admitió la reapertura de las causas contra la represión, aun cuando los militares imputados hubieran sido sobreseídos o absueltos. En casos de violaciones a los derechos humanos, la vía de revisión fue admitida.
Más recientemente, en 2007, hubo dos fallos. Uno de la Corte, que permitió revisar la regulación de unos honorarios judiciales muy elevados en cabeza del BCRA. Y el otro, de la Cámara Federal porteña, en la causa AMIA: luego de la destitución del juez federal Juan José Galeano, el tribunal reabrió varias causas que habían terminado por sobreseimiento.
Está claro que esta posibilidad de revisar una sentencia que el fiscal o la parte no apelaron es sólo excepcional y únicamente puede prosperar en caso de que se demuestre que el juez o el fiscal incurrieron en un delito o fueron presionados. En principio, un fallo que no es apelado en el plazo que establece la ley queda invariablemente firme y es, por lo tanto, inmutable, por más que su contenido sea escandaloso o disguste a la sociedad.
Un fallo injusto, incluso escandaloso, si está firme, no puede ser revisado: la injusticia no se corrige con más inseguridad jurídica, por más que esto suene difícil de comprender.
Tecnicismos
De todas formas, la sociedad no repara en tecnicismos propios de jueces y de abogados: el ciudadano espera de la Justicia resultados creíbles.
Por ahora, lo que queda verdaderamente en claro para la sociedad es que la Justicia, una vez más, parece haber consagrado la impunidad de quienes ocupan los más altos cargos de poder. En la historia argentina, sobran los dedos de una sola mano para contar condenas en casos de corrupción.
Si algo debía esperarse de una acusación de corrupción contra los Kirchner (o contra cualquier otro alto funcionario) es que hubiera sido investigada con una singular profundidad: quizá, los Kirchner puedan justificar sobradamente el contenido de su declaración jurada, pero el juez y el fiscal debieron dejar en claro que hicieron todo lo posible para descubrir las eventuales irregularidades y que no encontraron ninguna. Ocurrió todo lo contrario.
Hay, otro actor de este enredo, que brilla por su ausencia: la causa se inició con una denuncia débil de un particular, pero faltó que la oposición hubiera aportado los datos de una investigación propia y profunda, realizada a lo largo de meses o de años. Semejante pesquisa, que no existió, le hubieran restado al juez y al fiscal un sustancial margen de discrecionalidad.