Opinión. Su última encrucijada, en Santa Fe
El Pacto de Olivos fue la gran encrucijada de Alfonsín: él lo firmó; él lo impuso dentro del radicalismo; pese a que a los radicales no les gustaba nada, él se aseguró en persona de que fuera bien votado, como convencional constituyente, y él mismo le puso el sello del abrazo final con Carlos Menem, feliz porque veía al alcance de su mano la reelección de 1995.
Durante los tres meses de la Convención Constituyente, Alfonsín no se movió de Santa Fe. Fueron tres meses largos: los fines de semana, cada cual volvía a su ciudad o a su provincia, feliz de poder sacudirse el aburrimiento de las sesiones. Alfonsín era el único que se quedaba siempre.
Santa Fe es una ciudad interesante: tiene bonitos alrededores, lugares de diversión nocturna y una costanera llena de maravillosas parrillas donde sirven pescado de río, pero, si no lo supo antes, Alfonsín nunca llegó a enterarse.
Su itinerario fue siempre el mismo: del viejo y un tanto deprimente hotel de tres estrellas en el que vivió durante su estada en Santa Fe al restaurante de abajo, del restaurante al hotel y del hotel a la universidad, donde deliberaban el plenario y las comisiones de la Constituyente.
Si se lo iba a ver los sábados o los domingos, se lo encontraba leyendo. Novelas, no: ensayos políticos y textos jurídicos.
Cuando volvían los demás, los lunes, se perdía en infinidad de reuniones. Era su pasión y era su última criatura, la más discutida, incluso hoy, después de tantos años.
Pero cualquiera que sea la opinión que se tenga de ella, habrá que admitir que el padre de la reforma no le sacó nunca los ojos de encima a su criatura.
Se la tomó muy en serio, fiel a su estilo: equivocadas o ciertas, no le gustó jamás hacer las cosas a medias.
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