El escenario. Un discurso sesgado que promueve las divisiones
El flamante Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, acaba de describir a la Argentina como un país que está desapareciendo entre las referencias políticas de América latina. Los Kirchner no se equivocaron cuando intuyeron que el premio a Vargas Llosa era una enorme distinción a un crítico implacable del poderoso matrimonio argentino. Guardaron silencio sobre el galardón concedido al escritor peruano. El problema, de todos modos, se reduciría a muy poco si se tratara sólo de la opinión personal de un deslumbrante escritor.
Sin embargo, cada vez con más asiduidad el periodismo europeo analiza a los Kirchner como integrantes auténticos de la corriente latinoamericana conformada por el venezolano Hugo Chávez, por el ecuatoriano Rafael Correa y por el boliviano Evo Morales. Hasta las elecciones perdidas por el kirchnerismo en junio de 2009, esa comparación nunca había sido tan diáfana. Tampoco se lo inscribía en el trípode de países progresistas que son, sí, referencias políticas de la región: Brasil, Chile y Uruguay. Los Kirchner estaban, hasta entonces, solos en una zona indescriptible y confusa. "No son Chávez, pero tampoco son Lula", decían aquí y allá.
Dos procesos que sucedieron a la derrota los han hecho comparables con esos cultores del populismo y las fracturas. Uno es el trato a los medios periodísticos. No han llegado tan lejos como Chávez ni tienen la mayoría parlamentaria como para aspirar a las leyes de censura explícita promovidas por Morales. Frente a ellos, sólo hay líneas maestras y una retórica con las que se identifican los Kirchner. El caso más parecido al argentino es el de Correa. A Correa se lo acusa de la creación de un multimedio propio con dinero del Estado, de promover una ley de comunicaciones para limitar la propiedad privada en los medios audiovisuales y escritos, de un permanente hostigamiento a los periodistas críticos y de usar hasta el hartazgo la cadena nacional de radio y TV. ¿La coincidencia es sólo casualidad? Correa no es parecido a los Kirchner; es casi idéntico.
Como escribió la lúcida periodista española Soledad Gallego-Díaz en El País, en la Argentina no existen leyes de censura sobre la prensa, pero el periodismo está preocupado por los riesgos que entrañan algunas decisiones oficiales. La lista de esos riesgos es larga: desde los intentos de controlar la producción de papel para diarios hasta la confiscatoria nueva ley de medios; desde la persecución a periodistas independientes hasta la difamación cotidiana del periodismo crítico en los muchos medios y programas controlados por el oficialismo. Como también escribió Gallego-Díaz, el periodismo ha pasado a ser, para los Kirchner, el adversario que deberían ser las fuerzas políticas opositoras que ocupan lugares en el Congreso.
La fragmentación social es, en cambio, un camino muy parecido entre Chávez, Morales, Correa y los Kirchner. La intención de dividir a la sociedad es tan clara que hace poco la Presidenta consideró que esa fractura ya estaba consumada; fue cuando enfrentó en un discurso a la clase media con los "morochos". Un discurso agresivo, intolerante y sesgado se adueñó de la cabeza y de la boca de gran parte de la conducción nacional. A pesar del eventual y enorme costo social que podría tener, la estrategia de dividir es la preferida para mantener abroquelados a los seguidores de la pareja presidencial.
Al obligar a los funcionarios a ser como son ellos, los Kirchner han logrado ministros como Amado Boudou y Héctor Timerman, que hacen de sus insultos públicos una previsible política de Estado. Cada vez más se echa de menos a funcionarios que se fueron cuando comenzó la radicalización. Jorge Taiana fue el último, pero antes lo habían precedido, por motivos similares, Alberto Fernández, Roberto Lavagna, José Pampuro y Alberto Iribarne, entre varios más. Ninguno de ellos podría suscribir un tweet de los actuales ministros o deslizar una sola frase hiriente de las muchas que son habituales ahora. A veces, hay que preguntarse si la Argentina no está ante el triunfo cultural del kirchnerismo. Ya sea por legítimo fastidio o por el efecto del contagio, algunos opositores y otros tantos periodistas han elegido el mismo estilo y el lenguaje de los Kirchner y sus ministros para relacionarse con el espacio público. Una creciente degradación del debate público es perceptible en los últimos tiempos.
Una porción de jóvenes argentinos se siente cerca del kirchnerismo, tal vez porque confunde su inconformismo y sus transgresiones con la noción equivocada de una revolución. Ellos no vivieron la historia reciente y tampoco la leyeron, en muchos casos al menos. La conclusión consiste no sólo en el correcto repudio de los métodos aberrantes de la última dictadura, sino también en que están convencidos de que las organizaciones guerrilleras de los 70 estuvieron integradas por idealistas nobles y generosos. No conciben que en esos grupos había gente dispuesta a consumar el crimen con tanta frialdad como los militares.
Una suerte de amnesia ocurrió sobre la lección de la nueva democracia, que indicaba que los métodos de los 70 no podían ni debían repetirse en el país. Lo más probable es que no se repitan nunca, pero no estaría de más esa vieja base cultural que se está perdiendo entre fantasías y reinvenciones. Es imposible imaginar una sociedad pacífica y tolerante cuando la conducción política es retóricamente belicista, invariablemente sectaria. Políticos opositores, empresarios conocidos, intelectuales con posiciones opositoras y periodistas críticos han sido ya víctimas de ofensas callejeras promovidas por fanáticos solitarios. ¿Hasta cuándo la violencia se detendrá en las palabras, sin pasar a los hechos?
Ni las insensibles desmesuras de Boudou sobre el Holocausto para chicanear a periodistas independientes ni el Twitter de la Presidenta contribuirán nunca a la pacificación. Con todo, nada cambiará. El ministro no sumará más cultura a la ya escasa que adquirió en la vida. Y Cristina Kirchner confunde terquedad con coherencia y arbitrariedad con autoridad. Ha encontrado en Twitter, además, el mecanismo ideal para el ejercicio que más le gusta: escucharse a sí misma.
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