Un hombre común sin atributos caudillescos
El presidente en funciones es un Kirchner más completo que el que se había mostrado hasta ahora. Leal a sí mismo, no obstante, hasta en la estampa desgarbada y en el culto a la informalidad, accedió a los ritos del poder con una mezcla de clasicismo e irreverencia tanto en los fastos como en las ideas.
Sabe que es un hombre común , sin los atributos políticos y personales de los presidentes-caudillos que gobernaron desde 1983 hasta 1999. El líder personalista (o "mesiánico", como él los llamó) gobierna con el proyecto de su voluntad y tiene dificultades insalvables para reconocer en el otro a una parte importante de la nación política.
Tal vez uno de los párrafos más significativos de su discurso de ayer haya sido, precisamente, el que unió convivencia y disidencia, diferencia y tolerancia en el marco de un diálogo cotidiano. Una de las causas por las que implosionó la política argentina de los últimos años fue la ausencia constante e inexplicable de un trato habitual entre políticos diferentes.
El consenso es lo que reemplaza a los liderazgos personalistas. Por eso, seguramente, ayer Kirchner se aupó sobre los votos recientes que reclamaron un cambio sustancial en la política argentina. Esa voluntad social lo incluye a él, pero comprende también a los que simpatizaron con Ricardo López Murphy y con Elisa Carrió.
La Argentina es más compleja que el puñado de ideas que pueden tener el Presidente y su cofradía. Si Kirchner ha entendido esto, puede asegurarse que ha empezado razonablemente bien su gestión de presidente.
En el universo peronista, Kirchner no sorprendió a nadie: su discurso sigue estando más cerca de Duhalde que de cualquier otro. Se apartó raudamente de Menem cuando describió los años 90 y tomó distancia de Rodríguez Saá cuando calzó en la misma sala de las irresponsables victorias una frase contundente: "No somos el proyecto del default".
Al contrario de su antecesor puntano, explicó fórmulas posibles de pago, aunque condicionó su concreción a que el país se ponga de pie. "La Argentina pagará si le va bien", dijo, apelando a un argumento elemental. ¿Cómo se paga cuando no se tiene? Lo importante es que reconoció los compromisos de la Argentina.
Sus referencias a la economía han sido las de un socialdemócrata, las mismas que se podrían encontrar en cualquier exposición del español Felipe González o del brasileño Lula da Silva. Una argamasa donde conviven la disciplina fiscal (que prometió respetar con fanatismo), la sensibilidad social y la presencia del Estado donde el mercado no llega. Si bien se manifestó inclinado a la presencia de un "capitalismo nacional", al mismo tiempo se despachó contra el "nacionalismo ultramontano" para describir una economía ideal.
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Por fin, aclaró, además, las prioridades de su política exterior: el Mercosur (cosa que ya se sabía), Estados Unidos y Europa, ejes éstos de los que no había hablado nunca. Más que su descripción de la relación con Washington ("seria, amplia y madura"), vale la pena detenerse en dos promesas concretas que son cruciales para Estados Unidos.
Una: se comprometió a una lucha permanente contra el "terrorismo internacional", que es ahora la primera obsesión de la Casa Blanca y el Departamento de Estado. La Argentina tiene una historia de muchos años de colaboración internacional en esa materia desde los dos atentados terroristas de la década del 90, que volaron la embajada de Israel y la sede de la AMIA.
La otra, el compromiso reiterado con el mejoramiento de la "calidad institucional". Este asunto, la calidad de las instituciones en América latina, se ha convertido en la nueva política de Washington hacia la región, que condiciona, incluso, los progresos para los tratados de libre comercio del ALCA.
Dejó abiertos dos frentes. Uno es el de las Fuerzas Armadas. Cualquier militar o civil mínimamente avispado puede coincidir con su proyecto de fuerzas militares modernas, absorbiendo los avances tecnológicos y científicos, tal como sucede con las organizaciones militares de casi todos los países más importantes.
¿Ese proyecto hacía necesario el degüello de las cúpulas militares a tal punto de que quedarían virtualmente acéfalas? Ciertamente no. La respuesta hay que buscarla en otro párrafo de su discurso de ayer, cuando habló de Fuerzas Armadas "comprometidas con el futuro y no con el pasado". Puede haber entonces más prejuicio que verdad: el actual alto mando militar ha pasado repetidamente, durante los últimos veinte años de democracia, por el filtro de gobiernos civiles y por los acuerdos del Senado.
El otro frente es la Justicia. Habló de "extorsión" de poderes del Estado (aunque también usó ese término para advertirles a algunos dirigentes piqueteros), lo que sonó como una referencia inconfundible a la Corte Suprema de Justicia. La Corte es un tribunal que necesita aire fresco después de más de una década de extrema y mala exposición ante la opinión pública.
Se sabe que el nuevo presidente preferiría un sistema de renuncias más que un escándalo político. Pero lo que Kirchner no ha dicho todavía es cómo se cubrirían las eventuales dos o tres vacantes en la Corte, con las que sueña. ¿Acaso insistirá con el modo comiteril con el que se nombró a los miembros de la Corte en los últimos años? ¿O, por el contrario, privilegiará la opinión de los profesionales y los magistrados, poniendo el acento más en la aptitud que en el color partidario? En esos asuntos concretos se verá, al fin y al cabo, la vocación definitiva de Kirchner por la "calidad institucional".
La Argentina ha comenzado ayer a resolver la monumental crisis política que abrió la renuncia de Fernando de la Rúa. A pesar de las derrotas nacionales y del sufrimiento social, la gente de a pie prefirió confiar en su sistema político clásico, con un dirigente político clásico que pertenece a un partido clásico.
Por eso resultó extraña, en el centro de esa fiesta democrática, la presencia de un hombre: Fidel Castro, el último dictador de América, que todavía cree en el escarmiento del paredón y en la censura de la cárcel.