Una crisis que no es una conspiración
Maestros que inician hoy su tercera semana de huelga. Gremialistas que toman la Legislatura. Piqueteros que se preparan para cortar las rutas. Vecinos corrientes que se agregan a protestas de más de 7000 personas frente a la Casa de Gobierno y, esto sí es inédito, pisotean el cuidado jardín de la residencia de los Kirchner. La muerte del neuquino Carlos Fuentealba, animando lo que parecía languidecer. Nunca Santa Cruz estuvo tan convulsionada desde que el Presidente comenzó a gobernarla, hace 16 años.
Esta crisis no deja dormir en Olivos. Con los datos que le llegan desde Río Gallegos, Néstor Kirchner fantasea una conspiración. Como en todos los casos, la encabeza desde las sombras el cardenal Jorge Bergoglio. Aunque el obispo Juan Carlos Romanín se encolumne detrás de otro salesiano, Agustín Radrizzani, diocesano de Lomas de Zamora y, acaso, el prelado más dialoguista del episcopado argentino.
Al complot se suman los radicales que quieren llevar al senador Alfredo Martínez a la gobernación. Está clarísimo: Pedro Muñoz, el jefe del sindicato de maestros, es un dirigente de la UCR. También Jorge Sobisch debe tener algo que ver con el conflicto. ¿O su aliado santacruceño, Eduardo Arnold, no se aprovecha del paro para castigar a sus antiguos jefes kirchneristas? "Kirchner, que parece Fidel Castro en la Nación, es Fulgencio Batista en Santa Cruz", dijo la semana pasada en el Congreso, indignado por que lo hayan relacionado con las coimas del Senado en 2000.
La virulencia de las protestas tiene una explicación paradójica para Kirchner: es otra medida de su éxito. "Alicia, la hermana, tiene 72% de intención de voto. La oposición se enfurece porque está acorralada. Lo mismo sucede en la Nación." Es la voz de un ministro santacruceño.
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Es posible que la fantasía de Kirchner resulte verosímil. Aun cuando ignore algunos datos evidentes. Los empleados públicos conviven en la Patagonia con trabajadores petroleros que ganan entre 200 y 460 por ciento más que ellos y a los que se les concedió una reducción privilegiada en el mínimo no imponible del impuesto a las ganancias.
Es cierto que un maestro que se inicia en Santa Cruz tiene el sueldo de bolsillo más alto del país en su categoría. Pero también es verdad que salarios de 1700 pesos se componen casi en su totalidad de sumas fijas. El básico, sobre el que se calculan la jubilación y los aportes a la salud, es de 161,10 pesos. Aun cuando a los jubilados se les garantice el 82 por ciento del ingreso de un trabajador activo.
Ni la conspiración de sectores políticos y gremiales minoritarios ni la urgencia de una mejora salarial explican, sin embargo, la dimensión y la persistencia de la revuelta en tierra santa. Para comprender la crisis conviene contemplar otro factor, acaso el más importante: el fracaso del método de conducción aplicado por Kirchner en los últimos años en ese distrito.
Los empleados públicos piden algo difícil de conseguir en cualquier provincia: si se eleva el salario básico, el Tesoro debe mejorar las contribuciones jubilatorias, los gastos por despido o los aportes a la obra social. Hasta en Santa Cruz, que cuenta con un presupuesto de 2300 millones de pesos y con caudalosos fondos atesorados en el exterior -cuyo monto es imposible precisar-, se trataría de un esfuerzo fatigoso.
Pero, aun así, la desproporción entre el sueldo básico y el de bolsillo es tan grande que tienta a pensar que, además de una conveniencia fiscal, esa diferencia expresa un método disciplinario. Los 161,10 pesos del ingreso bruto de los docentes no se tocan desde hace 16 años. El pago por presentismo es, en el mismo salario, de 250 pesos.
Los despidos también son más baratos en sueldos compuestos de esa manera. Cuando los empleados reclaman subir los básicos están pidiendo, también, mayor autonomía frente a la eventual arbitrariedad del gobierno que les paga.
Esta polémica gremial tiene una dimensión que excede la escena provinciana. La boleta salarial de un docente de Santa Cruz -y de muchas otras provincias- puede ser vista como la metáfora de una dinámica de dominación que se extiende a escala nacional.
¿O no se parece a la distribución de ingresos que rige las relaciones entre la Nación y las provincias? Si no existieran las retenciones a las exportaciones se recaudaría más impuesto a las ganancias, que se coparticipa entre las gobernaciones. Hay expertos que calculan que este año el resultado financiero de las provincias sería negativo en 1800 millones de pesos. Con sólo coparticipar el impuesto al cheque el resultado sería positivo por el mismo monto. Parte de lo que antes las provincias percibían de manera automática ahora deben negociarlo con Julio De Vido o Alicia Kirchner, quienes están muy pendientes de la buena letra de cada mandatario.
Esa subordinación a la administración central no compromete sólo a los Estados provinciales.
La experimentan también las empresas, que, por orden del Gobierno, deben resignarse a sustituir un aumento de tarifas o de precio por la percepción de un subsidio del Tesoro. Empresarios y gobernadores son, en este sentido, como los maestros santacruceños: poco básico, mucha suma fija.
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No solamente este costado de aquella crisis sureña ofrece una lección para la política nacional. En Santa Cruz se puso en tela de juicio el método Kirchner en un aspecto mucho más visible. Hay una crisis de autoridad derivada de la pretensión de manejar la provincia por telepatía.
Las convulsiones actuales se dirigen a un gobierno que no fue votado, encabezado por Carlos Sancho, a quien nadie reconoce mérito más relevante que su lealtad al Presidente. Sancho realizó el milagro de que se recuerde como estadista a Sergio Acevedo (el mismo que designó al frente de la Seguridad provincial a un bailarín de danzas nativas de Caleta Olivia). Acevedo fue destituido sin explicaciones por una orden emitida en Buenos Aires. Dejó el cargo por razones personales y no volvió a abrir la boca.
De su sucesor, Sancho, sólo se espera que obedezca a quien conduce el distrito por encargo de Kirchner: el ministro de Gobierno, Daniel Varizat.
Acaso Kirchner deba revisar las ventajas de esta afición por el control remoto. Sobre todo si está por repetir la prueba delegando en su esposa el gobierno de la Nación. O si se propone hacer de Daniel Scioli un Sancho bonaerense. Hay ministros con mucho poder en el gabinete nacional que ya adelantan: "Con Cristina como presidenta yo podría seguir en el cargo, pero, eso sí, reportaría a «el Flaco»".
Scioli, por su parte, ya sabe que le está vedado postular a legisladores provinciales. Y que tampoco tendrá derecho a elegir a su compañero de fórmula, posición que tal vez ocupe el canciller Jorge Taiana. Son dispositivos que Kirchner pretende retener en sus manos por si su delegado se le insubordina. Recuerdos de Oscar Bidegain, aquel gobernador de 1973 a quien en 1974 volteó Vittorio Calabró por orden de Juan Perón.
La táctica de dominación que se expresa en la planilla salarial de un maestro o en la composición de ingresos nacionales de un gobernador, igual que el control de estructuras complejas de poder a través de intermediarios, acaso no sean propensiones maquiavélicas de Kirchner.
Es probable que deriven de una sensación angustiante: la de suponer que el caos amenaza a cada minuto y que sólo la concentración de las decisiones en sus propias manos puede evitar la caída. Hijo de ese sentimiento es un gobierno opaco en sus recursos humanos, con escasa deliberación interna y ausencia notoria de pensamiento estratégico. Son estas falencias, más que Bergoglio, los radicales o el trotskismo santacruceño, las que garantizan el desorden que se pretende conjurar.