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Desde que compró la imponente mansión Mar-a-Lago, en 1985, el ahora ex Presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, ha tenido cortocircuitos constantes con sus vecinos y con la alcaldía de Palm Beach, el coqueto balneario de Florida en el que está ubicada la propiedad. El magnate se radicó legalmente allí en 2018 y ahora ha expresado su intención de instalarse permanentemente, pero aparentemente no sería tan sencillo.
La disputa data desde el momento en que el magnate, con su tradicional olfato inmobiliario, consiguió comprar la propiedad a un precio de ganga. La mansión, de 126 habitaciones y la 22va más grande en todo Estados Unidos, le costó unos US$10 millones. A principios de la década de 1980, Trump ya había hecho una oferta de US$15 millones a la familia Post, dueña del establecimiento, pero la oferta fue rechazada. El ex presidente, sin embargo, estaba obstinado en adquirir una propiedad en Palm Beach, un destino marítimo muy tradicional y propio de familias aristocráticas y grandes fortunas, no exactamente un lugar en el que un outsider del espectáculo y los negocios inmobiliarios sería bien recibido. Para conseguir la venta, Trump compró el terreno entre Mar-a-Lago y el océano por US$2 millones, anunciando que pretendía construir una casa que taparía la vista al mar que hasta el momento ostentaba la mansión. El valor de la propiedad obviamente cayó, y dos años después el magnate se hizo de su preciada Mar-a-Lago por US$7 millones, más otros US$3 millones para adquirir la espectacular colección de mobiliario y antigüedades.
Sin embargo, en 1993, un Trump complicado financieramente y buscando reducir los enormes gastos de mantener una propiedad de más de 10.000 metros cuadrados, decidió convertir Mar-a-lago en un exclusivo club social por el que cobraría membresía. En 1995, consiguió el permiso de la alcaldía de Palm Beach, bajo la condición de que nadie pudiera residir permanentemente. En el acuerdo firmado, quedaron prohibidas las estadías de más de siete días consecutivos y se impuso un límite de días totales en un año en que alguien, incluso su dueño, podría dormir allí. Hoy en día, el club privado de Mar-a-lago tiene cerca de 500 miembros (ese es el máximo permitido por la alcaldía) que pagan US$200.000 para entrar.
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A pesar de que Mar-a-lago fue uno de los lugares en que Trump pasó más tiempo durante su mandato, siendo sede de reuniones bilaterales (recibió allí a los mandatarios de China, Japón y Brasil, en ocasiones separadas), escapadas de fin de semana e incluso fiestas de fin de año, las autoridades municipales no parecieron muy entusiastas a la hora de aplicarle las condiciones de un acuerdo de hace casi 30 años al Presidente de los Estados Unidos. Ahora, sin embargo, las cosas han cambiado. En diciembre pasado, con la derrota electoral consumada, vecinos de Palm Beach enviaron una carta a la alcaldía y al Servicio Secreto exigiendo que se apliquen las condiciones del convenio de 1993. “De acuerdo con el contrato, Mar-a-Lago es un club social, y nadie puede residir permanentemente”, escribió el abogado Reginald Stambaugh en la carta, que se hizo pública. “Para evitar una situación incómoda para todos, y darle tiempo al Presidente para que haga otros planes, recomendamos que trabajen de cerca con su equipo y les recuerden las condiciones del acuerdo escrito”, continuó. “Palm Beach tiene muchas propiedades bonitas en venta, y seguramente podrá encontrar alguna que se ajuste a sus necesidades”, termina, lapidaria, la misiva.
No es el primer conflicto entre Trump y las autoridades locales. En el 2006, la pelea fue por el tamaño del mástil emplazado en Mar-a-Lago. La reglamentación de Palm Beach prohíbe mástiles de más de 13 metros de altura, pero la bandera del magnate flameaba a unos 25 metros. Sin medias vueltas, Trump interpuso una demanda por US$25 millones, alegando que se violaba su derecho a la libertad de expresión. Finalmente se llegó a un acuerdo por un mástil de 20 metros, con Trump pagando US$100.000 de multa a una organización de veteranos de guerra.
En el 2015 demandó nuevamente al condado por lo que consideró un “intento deliberado y malicioso” por parte del Aeropuerto Internacional de Palm Beach de dirigir las rutas de las aeronaves para que vuelen por encima de Mar-a-lago. Al año siguiente el ya Presidente Trump bajó la denuncia, ya que se reglamentó una zona de exclusión aérea sobre la propiedad.
Luego de cuatro años de calles cortadas, tráfico y enormes operativos de seguridad en ocasión de las frecuentes visitas presidenciales, no debería sorprender a nadie que los vecinos (y la alcaldía) no estén contentos con la mudanza permanente de una persona que puede generar de todo, menos tranquilidad. Y que viola su propio acuerdo para vivienda permanente en Mar-a-lago.
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