El boca a boca funcionó y pronto Don Julio se convirtió en un éxito, llenándose desde entonces noche tras noche de vecinos y habitués
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La metáfora deportiva está ahí, al alcance de la mano y de la escritura. Pablo Jesús Rivero, propietario de la reconocida parrilla Don Julio, es un apasionado del fútbol. Nació en Rosario y vivió su infancia deambulando entre los novillos que manejaban sus padres. De chico vio carneadas en vivo, conoció el cuchillo y la sangre. Ese era su ámbito, su niñez. Pero por ese entonces lo que más le gustaba, cuenta, era cuando después de comer podía ir con sus amigos al potrero para pegarle a la pelota. Se portaba bien, recuerda, para que le permitieran ir rápido a jugar.
“Sigo siendo un enfermo del fútbol. Voy al club GEBA, donde tenemos un torneo interno muy exigente. Soy de correr y de meter, estoy donde me necesitan, en la defensa, en el medio campo”, dice. Algo de eso, de esa actitud frontal, de ese correr y de meter ocupando los espacios necesarios, puede leerse en todo lo que logró en los últimos 20 años al frente de Don Julio. Una parrilla nacida modesta y barrial, que a lo largo del tiempo se convirtió en ejemplo y embajadora de la carne argentina en el mundo. En 2020, esta parrilla fue elegida por primera vez como el mejor restaurante de toda América Latina por la lista The World’s 50 Best Restaurants. Este año volvió a encabezar el podio regional y ascendió al puesto 10 en la versión mundial de la misma lista, por encima de muchos de los restaurantes más famosos del planeta. Así se convirtió en el único establecimiento argentino en integrar la lista de 2024.
Don Julio comparte una misma génesis con Pablo Rivero: la carne argentina. A esa base de ADN nacional, en los últimos años se sumaron proyectos que involucran a productores de frutas, verduras y hortalizas, así como una de las cavas de vinos más importantes del país. “Mis abuelos tuvieron, primero, carnicería y les fue muy bien; compraron un campo y se dedicaron al ganado. Mis padres siguieron el mismo rumbo hasta que la hiperinflación y los primeros años de los 90 los dejaron sin nada. Tuvimos que vender la casa en Rosario y nos vinimos a Buenos Aires. Yo era un adolescente. No fue fácil ver a mis padres golpeados. Pero hoy miro ese pasado con alegría: acá pudimos refundarnos”.
La historia cuenta que en 1999 los padres convencieron a un amigo (de nombre Julio) para que les cediera un restaurante que estaba en la planta baja de donde vivían, en la esquina de Gurruchaga y Guatemala. Allí abrieron una parrilla, aprovechando su conocimiento anterior sobre carnes. Eran años en que la calidad era sinónimo de un animal chico, de la ternera, tierna e insípida. “Yo tenía 19, 20 años, y mis padres me pusieron a cargo. Mi mamá se ocupaba de la administración, mi papá de las compras en Liniers. Yo atendía las mesas, cubría la caja. Mis padres fueron muy generosos e inteligentes: me hacían creer que yo tomaba todas las decisiones del lugar”, explica Rivero. A diferencia de la moda del momento, allí usaban todo novillo pesado, de animales grandes, con mucho más sabor tradicional. El boca a boca funcionó: pronto Don Julio se convirtió en un éxito, llenándose desde entonces noche tras noche de vecinos y habitués.
Esto sucedió hace casi 22 años. A partir de ese momento la parrilla comenzó una evolución que es paralela a la de su fundador. Pablo se apasionó por la gastronomía: con los primeros ahorros logrados gracias a la propina, iba a comer a restaurantes como Tomo 1, con Ada Cóncaro en la cocina; La Bourgogne, con Jean Paul Bondoux. Y principalmente Oviedo, el fantástico restaurante de Emilio Garip en la esquina de Recoleta. “Me sentaba y pasaba horas en la mesa de Oviedo. Pedía un plato, agua mineral y no comía postre, porque no me alcanzaba el dinero. Pero aprovechaba para mirar todo. Me fascinaba el servicio, la comida, la cava de vinos. Escuchaba cómo Emilio se acercaba a las mesas y tenía siempre la frase justa para cada comensal”.
De esa admiración se alimentó Don Julio. “Hay miles de lugares que admiraba, que me permitieron avanzar y aprender. Puedo mencionar a Luis Acuña (de El Pobre Luis), a Hugo Echevarrieta (de La Brigada), al Gato Dumas, entre otros colegas de acá. Y también grandes chefs del mundo, como Gastón Acuario o Michel Bras. Y especialmente a Garip. En ese proceso de admiración fui madurando, a veces más lento, a veces de golpe, pero siempre partiendo de lo que me fascinaba”.
Para Emilio Garip, Pablo es un ejemplo de lo que todo gastronómico en serio debería tener: vocación, conocimiento y “el empuje de cuatro motores fuera de borda”. Esa admiración que Pablo supo sentir por él, hoy encuentra su espejo: “Él nos inspira a todos los colegas a hacer las cosas cada vez mejor. Cuando nos preguntábamos de qué se trataba la cocina argentina, él no lo dudó, apostó a lo que hace con una calidad que lo convirtió en un referente. Y, por sobre todas las cosas, es un gran tipo, al que quiero y admiro”, dice.
De chico Pablo quiso ser cura. “Por algo me llamaron Jesús”, arriesga. Pero era algo pícaro y revoltoso, estaba fugazmente enamorado de una chica de ojos azules que se sentaba en el pupitre de enfrente. La relación con sus maestros de catequesis nunca fue muy buena y terminó expulsado; nunca hizo la comunión. Hoy no cree en Dios, pero sí, dice, cree en una responsabilidad social, con su país, su barrio (Palermo), su gente. “Mi proyecto madre es apostar a que este barrio donde habito sea cada vez más bello”.
Volviendo al palabrerío del fútbol, en los últimos años Pablo decidió meter, ir para adelante. Sin moverse más que 200 metros a la redonda, sumó un local para la carnicería de Don Julio; también reabrió El Preferido de Palermo, junto al cocinero Guido Tassi; y con el consentimiento de la comuna, en 2020 reconvirtió una plaza seca en una huerta urbana. “La huerta es lo que más feliz me pone, nos da energía. Estamos viviendo el mejor momento de Don Julio: somos un grupo joven, y no me refiero solo a la edad, sino a las ganas, a la fascinación, a la emoción que sentimos al trabajar”.
Pablo Rivero es una máquina de trabajar: vive en sus locales, achina los ojos y desde una esquina observa a su equipo de trabajo, con chicos y chicas formados allí mismo, que comenzaron en la bacha para seguir luego escalando puestos. Muchos están en el restaurante desde hace 18, 15 o 10 años (como la gerenta Valeria, como el parrillero Pepe); otros empezaron hace unos pocos meses. La mirada de Pablo es dura, tan exigente como estricta. De joven, dice, era caprichoso, con carácter fuerte; hacías las cosas a su manera o te ibas. Algo de esa obstinación se mantiene intacta, aunque -dice él- aprendió a juntarse con otros que aportan nuevos conocimientos.
Es familiero: la mamá organiza la huerta comunitaria, una de sus hermanas está en la carnicería, su papá (que vive en Córdoba) le consigue proveedores de las sierras. Cada día almuerza con sus hijos, de 17 y 14 años, en una de las mesas de El Preferido. En vacaciones viaja con ellos por el mundo, eligiendo siempre destinos distintos. Le gusta leer, en particular ensayos, muchos sobre la gastronomía y el futuro de la sociedad: cuando habla de las carnes, refiere a conceptos como el dilema del omnívoro, de Michael Pollan, y asegura que la ganadería regenerativa puede mejorar el mundo frente al avance de explotaciones intensivas de la agricultura y el feed lot.
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