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Cuando tenía 15 años, volví borracha a la casa de mis padres y prendí la tele y estaba Björk. Era en el Royal Albert Hall, creo que estaba cantando “Hyperballad”. Yo solo conocía “It’s Oh So Quiet”, y no sabía nada más de ella. Volví a casa y me quedé atrapada por la televisión. Quería saber todo sobre ella. Quería escuchar todas las canciones, todos los discos que hubiera sacado.
Cuanto más descubría de Björk, más afinidad con ella sentía porque ella se conecta con el lugar donde se crio, la naturaleza, los campos, las montañas y los elementos. En esa época yo había empezado a componer y muchas veces me decían que yo tenía una voz inusual. La gente bromeaba y me decía que era demasiado rara. Ella me hizo dar cuenta de que yo podía ser lo que quisiera, sin importar que mi voz fuera inusual.
En una época yo estaba fascinada con la música clásica; toqué el clarinete mucho tiempo, hasta que me aburrí y agarré la guitarra. También me crie escuchando electrónica y techno de mi mamá. Björk me parecía una artista con un instinto similar; se mudó a Londres y se sumergió en la música dance y se enamoró. Logró fusionar todo de manera natural.
LA NACION