Nacido en Isla Maciel, a fines del siglo XIX, sus peleas en el viejo puerto de Buenos Aires lo convirtieron en el jefe de los grupos de choque de Alberto Barceló, el intendente de Avellaneda, que lo premió con un cargo político que servía de tapadera para sus acciones violentas; en octubre de 1933 fue baleado por la espalda; una multitud cargó su féretro y lo despidió como si fuese un héroe de lo que alguna vez se conoció como “Barracas al Sur”
Era hijo de un carpintero napolitano y creció junto al viejo puerto de Buenos Aires. Se convirtió en un maleante de fuste, guardián de negocios turbios en esas aguas revueltas que mezclaban crimen y política, y a sueldo de Alberto Barceló, intendente de Avellaneda y líder del Partido Conservador en el lado sur de la Ribera del Riachuelo en los primeros años del siglo veinte. Su posición de gatillero eficiente, leal y sin escrúpulos le dio una fama que encendía tanto temor como odios y rivalidades. Tuvo su hora de gloria cuando disfrutó del agradecimiento de Carlos Gardel, a quien protegió por orden de sus jefes.
Señalado en decenas de atentados y homicidios, por acción directa o de sus esbirros, sus contactos le sirvieron para eludir la acción de la Justicia durante años. Pero ni su cercanía con el poder ni su amistad con el Zorzal criollo bastaron para evitar que un sicario lo acribillara en una calle oscura del barrio de Crucecita, frente a la casa de su amante. Aquel 21 de octubre de 1933, cuando lo velaron en el comité conservador de Pavón 252, Juan Nicolás Ruggiero, Ruggierito, se convirtió en uno de los nombres fuertes de la historia criminal argentina.
Nació el 24 de junio de 1895, en la Isla Maciel. De conventillo en conventillo, buscando un plato de comida en los comedores populares, fue formando su carácter rudo. En la adolescencia se vinculó, pegando carteles y asistiendo a debates, con el Partido Conservador de Barceló. Así, también, comenzó a ganarse sus primeros pesos como guardián de los prostíbulos y garitos que, en aquella zona todavía conocida como Barracas al Sur, regenteaba Enrique Barceló, El Manco, hermano del líder político de Avellaneda, bautizada como tal en 1904.
Forjó su fama violencia rápidamente: el hito fue aquella noche de 1913 en la que se enfrentó a tiros con una banda de pistoleros rivales y resistió solo una lluvia interminable de balas. Ahí se convirtió en Ruggierito, un delincuente respetado y despiadado: siempre alguien lo mencionaba en expedientes por hurtos, robos, uso de armas de fuego, lesiones y homicidios; siempre fue sobreseído.
Aquella balacera fue su muestra de valor. Y esa lealtad tuvo premio: Barceló, cinco veces intendente de Avellaneda a partir de 1909, lo puso a cargo del comité de la calle Pavón 252. Era, casi, una tapadera: lo suyo sería encabezar la fuerza de choque del partido y defender los negocios espurios, además de mantener a raya a los grupos internacionales de traficantes de mujeres que operaban en el puerto.
Porque a pesar de los giros pintorescos de su vida y de la asistencia que prestó a sus amigos –y también a desconocidos que lo veían como un benefactor que no olvidaba su origen pobre–, Ruggiero también fue un criminal despiadado que controlaba y llevaba adelante la explotación de mujeres pobres entre los barcos y los depósitos del puerto de Buenos Aires.
Entre sus misiones criminales más importantes, cobró trascendencia aquella cuando, con solo 20 años, tuvo que cuidar a Carlos Gardel luego de que el 11 de diciembre de 1915 un sicario le disparara al Zorzal en pleno barrio de Recoleta. Fue una venganza pergeñada por el dueño del cabaret Chantecler, Amadeo Garesio, celoso por el acercamiento entre El Mudo y su esposa, la cantante lírica Giovanna Ritana. El plomo del revólver del gatillero quedaría para siempre en el pulmón izquierdo de Gardel.
Además de protegerlo y de descubrir quién había intentado asesinarlo, Ruggiero también cuidó la espalda de Gardel, que quedaría vinculado para siempre a los conservadores de Avellaneda, ante quienes, en señal de gratitud, cantaría en decenas de eventos públicos y actos proselitistas. Para poner punto final al asunto de los sicarios, Ruggiero, con la venia de Barceló, negoció con Garesio y consiguió que El Mudo pudiera volver a caminar tranquilo por su Buenos Aires querido. Eso sí: lejos de la Ritana.
Algunos archivos de la época firmados por el comisario Esteban Habiague –también allegado al Partido Conservador– retrataban así a Ruggiero: “Retacón, medido, de una guapeza contenida, pero evidente, sabía hablar. Se codeaba con los hombres de gobierno... Si algún opositor se ponía un poquito pesado en un comicio, si algún principista ciego se empecinaba en denunciar este negocio municipal, ahí estaban Ruggierito y sus muchachos de gatillo rápido. Ya don Alberto, con esa gran muñeca que todos le reconocían, hablaría luego al juez de turno en la tertulia del Jockey. De Avellaneda, en esa época macanudísima, nadie entraba a pudrirse en Sierra Chica”.
Respecto de Barceló, el intendente y jefe de Ruggierito, LA NACION publicó años atrás, en el artículo Barracas al sur, la muerte, de Álvaro Abós: “Anécdotas de Barceló hay muchas, y más de una quizá la inventó él mismo. Se decía, por ejemplo, que sus enemigos lo citaban por la noche en parajes solitarios y oscuros, a los que siempre acudía solo y donde nunca había nadie. El poder de Alberto Barceló se basó en el progreso indiscriminado y caótico de Avellaneda, en la creación de empleos, lícitos o ilícitos, y en el favor como contraprestación política, así como en la aniquilación drástica de los rivales”.
Publicó el diario Crítica, en aquellos tiempos violentos: “En menos de tres años, se cuentan más de cuarenta crímenes sin que uno solo haya sido esclarecido”. Ruggierito estaba “blindado” por esa lealtad hacia Barceló. Pero tras su final se dijo, también, que su figura pública había crecido demasiado y que esa sombra le hacía sombra al hombre fuerte de Avellaneda.
La trata y el juego
El control del negocio de la “trata de blancas”, como se la llamaba en aquellos años, llevó a Ruggierito a enfrentarse con la Sociedad de Socorros Mutuos Varsovia, también conocida como Zwi Migdal, que traficaba jóvenes pobres –mayormente, polacas– desde Europa del Este.
En la Buenos Aires de entre guerras funcionaban cientos de prostíbulos. Uno de esos lupanares, “El Farol Colorado”, estaba en las calles pobres de Isla Maciel donde nació Ruggiero. Allí, los rufianes de la Zwi Migdal internaron a “las francesitas y las polaquitas”, las “pupilas” que habían traído en los barcos, engañadas, a un nuevo mundo que para ella se convirtió en un infierno y que a esos hombres los llenó de dinero.
Ruggiero también se consolidó –a sangre y fuego– como jefe en el bajo mundo de las carreras y las apuestas clandestinas. Muchas manos intentaron hacerse con el control de ese negocio. El gánster de la Ribera, el que contaba con los favores del partido, el tirador temible al que incluso aquellos a los que no conocía recurrían a él para pedirle algún favor, comenzó a enfrentar enemigos cada vez más poderosos.
Uno de ellos fue “El Gallego” Julio Valea. La pelea entre Valea y Ruggiero por el juego ilegal en el centro y el sur de la ciudad regó de sangre la Ribera. Un pistolero de apellido Rey, de Avellaneda, quiso emular la hazaña de su jefe, aquella con la que probó su valía ante Barceló, y se enfrentó solo con la banda del Gallego. El cruce, en el centro porteño, se produjo a la hora de la salida de las funciones de teatro. Milagrosamente no murió nadie. Pero los de Valea no dejarían que Rey presumiera más tiempo de su arrojo. Días después lo fueron a buscar otra vez. Fue su final.
Luego fue el tiempo de la represalia de las huestes de Ruggierito, y el muerto fue el propio Valea: lo balearon cuando miraba la salida de su caballo desde el techo de un auto, en las calles linderas al Hipódromo de Palermo, donde tenía la entrada prohibida.
“Valea era, por su parte, también valiente y decidido, y capitaneaba una banda cuyos integrantes le obedecían ciegamente; pero no poseía las cualidades que en cierto modo hacían simpático al gánster ‘Ruggierito’”, publicó Caras y Caretas.
La hora final
Hubo más ajustes de cuentas en uno y otro bando. Cayeron Vicente y Felipe Solá, corredores de apuestas. Y el propio capo de Avellaneda terminaría sus días en la misma ley. A los 38 años. Emboscado en la vereda de la casa de su amante, en Dorrego 2049, Avellaneda. Un sicario le disparó por la espalda con una pistola calibre .45 y escapó hacia Quilmes en el auto en el que había llegado hasta Crucecita, con dos secuaces. Ninguno de los dos custodios de Ruggiero pudo anticiparse.
“¿Quién mató a Ruggierito?”, se preguntaba Álvaro Abós en aquella crónica de 1998 en LA NACION. “¿Fue un ajuste de cuentas? Nunca se supo. Se sospechó de Barceló como instigador, pues en un acto político en el barrio La Mosca se habían escuchado gritos de ‘Barceló, no; Ruggierito, sí’. Al anunciar el crimen, Crítica calificó a la víctima como “asesino” y el diario vespertino rival, Noticias Gráficas, como ‘dirigente conservador’”.
Lo cierto es que el 22 de octubre de 1933, un día después de su ejecución, una multitud marchó por la avenida Mitre llevando en andas el ataúd de caoba cubierto por la bandera argentina que guardaba el cuerpo maltrecho de Ruggierito, el gánster de la Ribera que manejaba el juego clandestino, la prostitución y la violencia política en la Avellaneda de Barceló y los conservadores.
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