Quebrar la cultura de la violencia a través del compromiso social
Cuando llama la atención la cantidad de hechos violentos en el ámbito familiar y vecinal, la respuesta inmediata es acusar a la policía y a la Justicia de ineficiencia y burocratización. Sin negar esos argumentos, hay otro que, en general, se margina.
Nuestro país tiene, como muchos, una tradición autoritaria y de violencia social, pero con la particularidad del aval ideológico reiterado: no faltan los apologistas de la violencia y de los violentos para la resolución de los conflictos.
Una parte de la cultura respalda al autoritarismo. Democracia no es sólo votar y permitir que las minorías se expresen: es vivir diariamente con respeto hacia el otro, su persona y sus derechos. Es solidaridad y consideración al necesitado. Hoy, al observar un hecho violento en la calle, lo más probable es que nadie intervenga, y si lo hace, el comedido puede terminar siendo la víctima. El que rompe el círculo de la indiferencia, solo y aislado, se encontrará con la falta de respaldo, la respuesta burocrática y la pregunta final: "¿Para qué se mete?".
En la violencia doméstica el control judicial es mínimo frente a los hechos, que ocurren, como en las disputas entre vecinos, por la indiferencia inicial de quienes están cerca, hasta que se torna incontrolable. Los primeros que tienen conocimiento son los allegados, parientes y vecinos, pero temen intervenir y consideran que es problema ajeno.
En general, la violencia letal no explota súbitamente, sino que tiene antecedentes observables y crecientes. Para detener su avance deberían existir un sistema de control informal operativo y un mínimo de orden: el conjunto de parientes o vecinos deberían constituir la primera valla al avance del violento, y no esconderse para no ser luego víctimas del victimario o pasar largas horas en un tribunal como testigo.
Esto resulta quimérico cuando la anomia o la indiferencia campean y cuando el que actúa será mirado como una posible víctima futura. Faltan interés, compromiso y, sobre todo, coraje cívico, aun en hechos menores. Esto no puede imponerse por ley. La gente mira y sigue caminando.
Un buen ejemplo es el tránsito: no puede hacerse un tramo por ciudad o por ruta sin observar una cantidad de conductas antisociales, violentas, despectivas y negadoras de la existencia del otro, convertido en un obstáculo al propio avance. Todos piensan sólo en sí mismos: peatones, ciclistas, automovilistas, conductores profesionales. Miles de policías no harán lo que una educación respetuosa del otro puede lograr. El respeto y la consideración no son prioritarios: por el contrario, parece fomentarse su desprecio. Luego, tarde, se hablará de tragedias, desgracias y patologías incontrolables.
En el campo de la violencia doméstica, subsiste en la conducta social lo que está condenado por el derecho. Pero no es por medio de la ley que puede lograrse que el hombre no considere a la mujer o a sus hijos inferiores u objetos a su disposición. Si rige el modelo del "no te metás", ningún "colectivo" irá a increpar al violento. Se cierra la puerta y que "intervenga la Justicia", que lo hará cuando el daño sea grave o irreversible. Las estadísticas recogen los dramas finales.
En conflictos entre vecinos, frente al fracaso de la intervención de un conjunto de personas deberían operar tribunales vecinales, sin dilación ni burocratización, con poder suficiente para llamar a los involucrados o aplicar correctivos si fueran necesarios. En temas de vecindad es fundamental valorizar la composición rápida del conflicto, más que la sanción, última instancia que muchas veces no mejora la convivencia, sino que la agrava. En suma, la violencia cotidiana sólo puede minimizarse por una combinación de las actitudes de los particulares. Diez vecinos comprometidos en el momento oportuno pueden hacer más que un juez dos años después.
El autor es profesor de Sociología Jurídica de la UNLP
Felipe Fucito
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