Desde ayer, treinta mujeres cuidan 19 plazas porteñas. Con palas, guadañas y rastrillos, las guardianas entraron en acción
Eran madres desocupadas, sostén de sus hogares; la comuna les dio empleo.
Ahora se las puede ver cómo maniobran guadañas, palas, azadas, mangueras, rastrillos y cortadoras eléctricas de césped.
Con ese instrumental encaran su tarea las 30 mujeres que desde ayer se desempeñan como guardianas de 19 plazas y plazoletas situadas bajo las autopistas 25 de Mayo y Perito Moreno.
Sus edades van desde los 19 hasta los 55 años. Trabajan en dos turnos, de 9 a 13 y de 13 a 17, con un salario de 200 pesos mensuales que les paga el gobierno porteño. Entre los escasos requisitos para ocupar sus puestos, figura el de que vivan cerca del paseo a su cargo.
La iniciativa surgió de un acuerdo alcanzado entre la Secretaría de Industria, Comercio y Trabajo del Gobierno de la Ciudad, la empresa Autopistas Urbanas (AUSA) -concesionaria oficial de las dos vías rápidas mencionadas- y la organización no gubernamental Puertas Abiertas.
"Yo nunca hice esto. No sabía nada del mantenimiento de una plaza. ¿Lo más parecido? Cambiar las plantas en las macetas de mi casa", confesó sin tapujos la formoseña Mara Pujol, de 44 años, que cuida la plazoleta Tita Merello, en el pasaje Jenner y Combate de los Pozos.
Capacitación
El desconocimiento del menester placero era el caso general. Así que debieron aprender. En un local de AUSA, en el parque Chacabuco, participaron durante un mes del curso de capacitación dictado por la ingeniera agrónoma Liliana Antonucci. Se brindó información sobre rudimentos de botánica, uso de herramientas y trato con el público.
La cuidadora de la plaza Rosario Vera Peñaloza (San Juan y Chacabuco) es Mabel Churquina, de 26 años, oriunda de Ledesma, Jujuy.
La acompaña por unos minutos el coordinador del grupo, Manuel Uribelarrea, que aclara que hoy las mujeres recibirán un handy por "cualquier consulta o alguna indicación nuestra".
El coordinador señaló los problemas habituales de esos paseos: "La mayoría ocasionados por los perros traídos por los paseadores, de 5 a 10 canes cada uno. Por sus deposiciones y porque rascan el césped, que queda como si hubiera pasado Atila. Otro tanto hacen los picados de fútbol de los chicos. Es difícil convencerlos de que no jueguen aquí", dice.
Enfundada en su uniforme verde, con una credencial sobre el pecho en la que se lee "Guardiana", Mabel cuenta que vive en la zona de Congreso y que hacía un año que buscaba trabajo.
Para un futuro mejor
Es madre soltera, con un hijo pequeño. Se muestra entusiasta y comenta algo que parece clave en éste como en cualquier oficio: "Todavía estoy en aprendizaje. Creo que voy a estar así todos los días".
Sus días completarán seis meses, que es el tiempo del contrato. "Después, con lo aprendido, estarán en condiciones de buscar algo similar en los medios privados", razona Uribelarrea y agrega que cada dos semanas se harán reuniones de evaluación.
En la zona del barrio de San Cristóbal hay cuatro plazoletas, casi contiguas. Una se llama Francisco Canaro, pero todos la conocen por Patoruzú (el inefable indio creado por Dante Quinterno está dibujado en uno de sus muros).
La atiende Elga Mamaní, de 23 años, que se vino desde La Quiaca y vive en la zona de Once.
"Ya no me acuerdo desde cuándo estaba sin trabajo. Vivo con un primo mayor; por suerte conseguí esto que nos va a ayudar", expresa. Se queja sólo por la fuente que hay en el lugar: "No sé qué pasa. Pierde agua y se desparrama por todas partes. Lástima, porque es muy bonita".
Al lado está la Patoruzito -otro mural muestra la versión infantil del anterior-, atendida por Angela Churquina, de 28, hermana menor de nuestra primera entrevistada. "Hasta hace cuatro años trabajé en tareas de limpieza en oficinas. Me salió esto y ahora estoy encantada", dice.
Nacen los sueños
La plaza de Sarandí y Rincón todavía no tiene nombre, aunque Silvia Leguizamón, una santiagueña de 48 años, tiene un sueño: "Ojalá que algún día le pongan el mío".
Estudió hasta el cuarto año del secundario. Es madre de dos hijos y en febrero último su marido se quedó sin trabajo. "Nunca pensé que íbamos a llegar a esto. Desesperada, salí a buscar algo. Hasta intenté hablar con la señora Graciela Fernández Meijide. No lo conseguí, pero ahí me recomendaron esto. Después recibí una carta de ella. No me preguntes qué me dijo porque es algo más bien privado."
Leguizamón destacó su satisfacción por el trabajo. "La ingeniera María Antonucci es excelente. Nos enseñó a valorar estas tareas, por lo que significan para la comunidad, explicando que debíamos sentirnos importantes y no simples cortadoras de césped", comenta, mientras se quita uno de sus gruesos guantes de fieltro.
-¿El trabajo se suspende por lluvia?- le preguntamos.
-Siempre se puede hacer algo; pero si es muy fuerte, como la del otro día, debemos reunirnos en el centro de instrucción para recibir órdenes- explica esta animosa santiagueña.
lanacionar