Historias con nombre y apellido. El amor pudo más que la violencia y la discriminación
José Iván Wilson y Olga Lucía Juez ya dejaron de esconderse y de huir.
Desde el 6 de diciembre de 1989 hasta el 4 de marzo de 2007 esta pareja estuvo escapando, ocultándose, buscando refugio, ahuyentando fantasmas, trabajando en cualquier cosa, soportando los abusos, esquivando el hambre, sepultando lejanamente a sus muertos y criando a sus cuatro hijos donde el sol les calentara un poquito el alma colombiana.
Ya no huyen más, juran.
Finalmente, la Argentina los aceptó como refugiados, por intermedio de Acnur, y ellos, cruelmente cansados, creen que les llegó la hora de vivir en paz, derecho que se ganaron a fuerza de lágrimas y sacrificios extremos. ¿Será posible? ¿A qué pueden aspirar los que huyen del dolor y de la vergüenza? Veremos que a muy poco. Veremos que pretender vivir en libertad puede costar la vida y la dignidad.
Porque la libertad, en esta América latina emparchada con vendas infectadas, donde las dictaduras encubiertas, el autoritarismo, el hambre y la desigualdad son endemias pestilentes, es un bien preciado que muchos hombres y mujeres deben comprar. Y el precio que pagan es tan doloroso que, a veces, no se puede narrar.
* * *
José, a quien todos le dicen Wilson, tiene un leve parecido a Armando Manzanero y habla ese español bonito y exacto de la sierra de su país. Ella, Olga Lucía, como su marido la nombra, es una mujer pequeña, bella, de pelo negro y algo rizado, que trata de usted a su esposo, como se hace allá, al pie de la Cordillera central de Colombia, donde se conocieron. Ambos trabajan, ahora, en una empresa de venta de suplementos dietarios entrenando a futuros vendedores, trabajo que es la gloria al lado de lo que pasaron durante estos casi 20 años de huida y desplazamientos.
Wilson es "modelo 63", como le gusta decir. Nació en Bogotá el 6 de septiembre de ese año en una familia de clase media "para arriba", cursó estudios en escuelas privadas y, cuando la adolescencia lo atacó con todo el fervor de las hormonas, se estableció con su familia en la ciudad de Ibagué por consejo médico: su madre era alérgica y el aire de la Cordillera la iba a ayudar, informaron. Lo que nunca le dijeron, porque tampoco lo suponían esos médicos, era que el oxígeno de esa Cordillera les costaría muy caro.
"Mi padre era tendero; cargó su negocio al hombro y nos fuimos para allá, vivíamos lindo, trabajábamos, estudiábamos, hasta que conocí a mi mujer y se me quitaron las ganas de estudiar", cuenta, y se ríe. La carcajada rebota en esa oficina pequeña del Once donde, en ese mismo momento y como si hubiera sido invocada, entra Olga Lucía, maquillada, con un solero negro elegante y la sonrisa tenue de quien desconfía.
Wilson la recibe con un beso suave y sigue su relato. Dice que Olga venía de una familia rica, acomodada, dueña de varios comercios y que también se enamoró irremediablemente de él: empezaron a noviar. "Debimos casarnos en secreto por miedo a los hermanos de ella y al qué dirán -rememora-; nos habíamos alquilado un pequeño piso donde nos veíamos durante el día y por las noches cada quien volvía a su casa de sus padres", cuenta.
Pero, como en todos lados pasa lo mismo, alguien los vio salir del nido de amor, avisó a los hermanos y, al mejor estilo culebrón latinoamericano, se lo contaron a la familia de Olga "y estalló el polvorín, hasta la amenazaron", dice el marido.
Y ahí estaba Wilson, enamorado como un perro, dispuesto a defender su amor a toda costa; entonces fue a buscarla, se la llevó de la casa paterna y se acomodaron solos, como pudieron, en un departamento del centro de la ciudad, sin un peso, pero con la pasión intacta, la misma que los consumía con sólo mirarse.
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Pronto llegaron los hijos (cuatro) y las palabrotas proferidas por los hermanos de Olga Lucía se apaciguaron, "especialmente porque la mamá de mi esposa se había muerto y los hermanos, con la excusa de que ella se había casado en secreto, no le dieron nada de la plata de la herencia. Igual, nosotros nos compramos una panadería y empezamos a trabajar", dice.
Vida tranquila, linda, al pie de esa Cordillera majestuosa, en un valle fresco, con los chicos creciendo, con buen trabajo, sin militancia política, pero con compromiso con el barrio, con lo social. Lindo, hasta que a Ibagué llegaron los primeros rumores, luego los heridos, los escapados y finalmente las muertes.
Al principio, nadie pareció darle importancia porque eran amenazas anónimas, proferidas por gente que decía pertenecer al ejército, a secas, sin identificación. Un ejército fantasma, por otro lado, sin uniforme, pero sí con armas. Y pedían, pedían dinero, alimentos; pedían, exigían.
"Entonces muchos de nosotros no les creímos. Era 1988, sabíamos que el país estaba extraño, difícil, pero nosotros vivíamos en el centro de la ciudad y, hasta donde sabíamos, esas cosas ocurrían en la periferia, en las zonas rurales y se hablaba de reclutamiento forzoso de niños, de torturas".
Hasta que la amenaza fue diferente: siempre sin identificarse más que como del "ejército", los paraban en la calle, les pedían dinero y les recitaban de memoria y con cierta letanía la agenda familiar: "Tu hija va a tal colegio y sale a tal hora; tu mujer ahorita está en el mercado..." Y lo peor: los Wilson sabían de una familia cuyos hijos pequeños habían sido llevados de manera forzosa por un grupo armado y no aparecían por ningún lado; de hecho, jamás aparecieron.
"Un día -cuenta Wilson- estaba solo en la panadería y llegaron dos hombres en moto. Estaba atendiendo, se acercaron, me dijeron que sabían que había cambiado el carro (el auto), que el negocio iba bien y que tenía que colaborar con la guerrilla...
-¿Dijeron esa palabra? ¿Cómo sabe que no eran paramilitares o del ejército regular?
-No, no teníamos seguridad. Dijeron que teníamos que colaborar con la causa y que nos iban a decir cuándo, cómo y dónde pasarían por el dinero. Me asustaron. Nunca se identificaban. Podrían ser de los carteles o de los paras, nadie les iba a pedir credenciales, si ya por entonces sólo se contaban cadáveres en Colombia. Me fui a casa y me callé la boca, ni a Olga Lucía le hablé, porque, la verdad, es que no sabes qué pensar.
Wilson explica que no se animó a hacer la denuncia porque en la policía local había infiltrados de todas las facciones, que luego mataban en represalia por la delación; que ninguna persona sabía quién era quién y que no se podía confiar en nadie.
Y lo dice como si tener a la policía en contra, a los paramilitares dando vueltas en motos y matando gente, a los barones de la droga ir de acá para allá construyendo zoológicos fastuosos y hospitales en poblados lejanos y al ejército de la república pidiendo coimas a cualquier alma que camine por la plaza, fuera la cosa más sencilla, común y ordinaria del mundo, de su mundo, irremediablemente colombiano.
Entonces, decidieron huir.
Regalaron sus pertenencias a una familia del campo, muy acomodada, que había perdido todo a manos de los paramilitares. Sin anestesia les habían dicho: "Tienen 10 minutos para irse lejos -cuenta José-. Es que por entonces a cada ratico pasaba algo".
Y lo peor es que el miedo había comenzado a hacer estragos, a horadar la casi nula confianza entre amigos, familiares, y otros conocidos. Porque, se sabe, el miedo paraliza y esa parálisis es el campo donde el terror se instala.
Por eso no le dijeron nada a nadie. Por eso maduraron la estrategia durante varias semanas hablando a escondida de los niños. Y por todo eso el 6 de diciembre de 1989 cargaron a los chicos en el auto y se fueron a Ecuador. "Teníamos todo y nos quedamos sin nada, pero estábamos juntos."
Y comenzaron haciendo comida y vendiéndola en forma ambulante, a pesar de que cada tanto los echaban como a perros sarnosos. Así llegaron a la ciudad de Riobamba y, con la ayuda de los "hermanos de la Iglesia de Cristo", de la que son devotos, lograron poner una panadería y un restaurante, pero la fortuna había dejado de sonreírles ya en Colombia y debieron regresar a Quito.
"Ahí nos enteramos de que podíamos inscribirnos como refugiados. Lo pedimos y eso nos ayudó a que nuestros hijos pudieran estudiar y a nosotros, que estábamos en forma ilegal. Si vendíamos comida en la calle nos corrían, pero de esta manera, con un documento de refugiados, teníamos un estatus nuevo y hasta nos dieron 200 dólares como ayuda en esos 8 años".
De modo que se quedaron en Quito, discriminados, pero con derechos, lo que no era poco.
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Y, entusiasmados por la repentina buena suerte y porque las recetas se les daban bien, decidieron poner otro negocio de comidas. Para ello se necesitaba un permiso y Olga, sin dudarlo, fue a la policía para realizar el trámite.
El uniformado que le tocó en suerte pensó que con las miradas libidinosas y las palabras intencionadas sería suficiente para que esa joven morocha y linda se diera cuenta del peaje que debía pagar para obtener el permiso.
No, Olga no se daba por aludida, pasó por alto las insinuaciones, de modo que el policía pasó a la acción: casi se trepó en la mesa y comenzó a manosearle los pechos mientras la inmovilizaba. "Me agarró un ataque de nervios e intenté salir corriendo. No fue fácil porque el hombre me retenía. Pero logré zafarme y escapar. En la puerta me encontré con otro policía que me vio en ese estado. Y que, después de contarle lo sucedido, me aconsejó que lo denunciara al defensor del pueblo", dice, ahora, con lágrimas.
Lo hizo, sobrevino una investigación, un juez que falló en favor de Olga, disculpas públicas y, con las horas, comenzó a crecer el odio de los ecuatorianos hacia esos intrusos que se quejaban por ese "mínimo" maltrato.
Y la violencia fue el saldo de pedir derecho y libertad: "El policía que me vio tan mal fue asesinado porque al abusador lo habían echado y se vengó; el defensor del pueblo nos aconsejó que nos fuéramos lo antes posible del país y ya nadie nos dejaba trabajar vendiendo comida en la calle.
Y a pesar de que Wilson se involucró con una ONG de refugiados para pedir justicia, de que salió de Ecuador con otros pares "a contar la verdad a la gente de América latina" y de que viajó dando conferencias, Olga y los chicos tuvieron que huir para evitar males mayores y terminaron en Uruguay, en diciembre de 2006.
"Yo los esperaba en Montevideo -cuenta Wilson-. Pedimos refugio, pero los uruguayos daban muchas vueltas y todo se desmoronaba porque no nos otorgaban el estatus de refugiados y quedábamos como ilegales. Y, lo peor de todo, es que no nos dejaban trabajar." Y Olga agrega: "Para colmo nuestra hija mayor estaba embarazada y el marido, en Ecuador. Finalmente recibimos dinero de mi yerno, le compramos un pasaje en colectivo y la mandamos para allá. Desde entonces no la veo.
-¿Y cómo decidieron venir al país?
-Pues a esa altura no sé si decides tú o quién. Sólo recuerdo -es Wilson el que habla ahora- que el 4 de marzo de 2007 llegamos en barco a Buenos Aires y vivimos hacinados en un hotel sobre la calle Alem. Fuimos a pedir asilo a la Acnur y, mientras tanto, buscábamos trabajo.
Hasta que un día Buenos Aires amaneció con esos aguaceros para recordar. Entonces, con el poquísimo dinero que tenían, compraron paraguas y los vendieron.
Al día siguiente se las ingeniaron con otras cosas y volvieron a ser ambulantes; la policía los corrió, los despojó de mercaderías.
"Nosotros no sabíamos que teníamos que darles dinero. Y, aunque hubiéramos tenido, solamente nos alcanzaba para comer", explica Wilson.
Actualmente, la familia Wilson Juez vive en un pequeño departamento que alquila por 1400 pesos mensuales y que arrendó para sí una abogada que les provee de productos para las dietas.
Se sienten felices, dicen que los chicos van a la escuela, que venden bien, que están reinvirtiendo y que, a pesar de que no les habían caído tan bien "a los argentinos", comenzaron a zafar. "Supongo que algún día volveremos", dice, con nostalgia Wilson.
"Ojalá que pueda conocer a mi nieta", termina Olga. Hay lágrimas. Claro. Lágrimas nuevas.
JOSE WILSON Y OLGA LUCIA JUEZ
Juntos para hacer frente a la adversidad
Quiénes son: salieron de Colombia en 1989 por razones políticas. Hoy están en la Argentina como refugiados. Fueron discriminados en Ecuador por ser colombianos y en Buenos Aires. Tienen cuatro hijos. Vivieron vendiendo en forma ambulante y fueron varias veces reprimidos por la policía.
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