José Ortega y Gasset, 7 de octubre de 1934. "La filosofía es, en su primera autenticidad, aquel hacer u ocupación humana que se inicia cuando caemos en la cuenta de que todos nuestros demás haceres y ocupaciones, todo nuestro vivir, es por sí negativo, ilusorio, absurdo y sinsentido" /// Alfonsina Storni, 16 de octubre de 1938. "Si él llama nuevamente por teléfono le dices que no insista, que he salido..." (del poema "Voy a dormir...", el último que la escritora envió a LA NACION
24 de noviembre de 1936
Con el otorgamiento del Nobel de la Paz, Carlos Saavedra Lamas fue el primer sudamericano en recibir esa distinción. Saavedra Lamas, que era entonces ministro de Relaciones Exteriores de la Argentina, fue reconocido por su labor diplomática durante la guerra del Chaco, que enfrentó a Bolivia y Paraguay. Las felicitaciones llegaron de todo el mundo, y el diario O Globo resaltó: "La victoria del Dr. Saavedra Lamas es una nítida victoria americana, una conquista soberbia de la diplomacia de América que, sin romper con sus viejas tradiciones europeas, ha sabido encontrar, para sus problemas de paz, soluciones americanas que nos satisfacen y nos alegran".
Se estrella en Medellín el avión en el que viajaba Carlos Gardel
24 de junio de 1935
A las 15.05 del 24 de junio de 1935, en Medellín, Colombia, se detuvo para siempre el vuelo de "el Zorzal Criollo", Carlos Gardel, al estrellarse en un pista del aeródromo local el avión en que viajaba, piloteado por Ernesto Samper Mendoza. Inmediatamente, a la tragedia (que conmovió a la Argentina y a gran parte de América Latina) se le uniría la leyenda, y surgirían todo tipo de versiones sobre el final del ídolo.
La foto que llegó de Colombia no puede ser más elocuente: el pasmo del hombre que se acerca y los restos retorcidos del avión envueltos todavía por el humo del incendio. Mucho se escribiría después sobre qué pasó en el avión y sobre las causas del accidente. Pero de aquella tragedia había nacido un mito popular y ese día no había tiempo para otra cosa que para el asombro, la conmoción y la tristeza de la gente.
La muerte de Hipólito Yrigoyen
3 de julio de 1933
EL POLÍTICO Y EL GOBERNANTE
El obituario del expresidente tiene el sello de un gran escritor: Alberto Gerchunoff
Don Hipólito Yrigoyen pertenecía a una generación poco distante de la caída de Rosas, que no hablaba ya de libertad en el idioma inspirado de los que tuvieron que conquistarla. Los hombres posteriores a Caseros, que eran de algún modo una expresión de la conciencia colectiva, comprendían la necesidad de dar a esa conquista estructura durable, a fin de evitar la repetición de la tiranía. (...) El Sr. Yrigoyen no se proponía gobernar, es decir comprender los problemas del país desde un determinado punto de vista, y resolverlos: se proponía "mandar" (...) Hermético, sumido en un hieratismo sacerdotal, tuvo a su favor mayorías adictas hasta el extremo de la sumisión. Pudo iniciar y desarrollar reformas, leyes, estatutos, crear obras, levantar pirámides. La historia se atendrá a sus hechos; pero la muchedumbre que estuvo a su lado lo verá todavía a través de lo que le atribuye, a través de la fábula con que le embelleció para embellecerse.
El Obelisco cambió para siempre Buenos Aires
23 de mayo de 1936
"Será, con el correr de los años, el documento más auténtico del fasto glorioso del cuarto centenario de la ciudad. Dentro de las líneas clásicas en las que se erige, es como una materialización del alma de Buenos Aires, que va hacia la altura", dijo el intendente Dr. Vedia y Mitre. Luego, el cardenal Copello bendijo el Obelisco.
La poeta vestida de mar que anunció su despedida
25 de octubre de 1938
ALFONSINA, HACE DIEZ DÍAS
por Margarita Abella Caprile
Cuando en la mañana luminosa y fresca del domingo 16 del actual decidí, por evidente mandato de la providencia, pasar el día en los riachos del Delta, no esperaba encontrar a Alfonsina Storni en uno de los recreos que se levantan en las márgenes del río Sarmiento. Almorzaba, sola, bajo los sauces y la saludé de lejos. Al terminar se levantó, vino hacia mi mesa y se instaló junto a mí.
-Me ha gustado mucho su "Romancillo cantable", publicado en LA NACION de hoy -le dije-. He traído el diario para leer nuevamente esos preciosos versos aquí, entre los árboles.
-Tal vez sea mi última poesía- me contestó.
Tenía pintado en el rostro un terrible dolor concentrado y entrecerraba penosamente los párpados, esquivando un rayo de sol.
-Margarita -añadió enseguida-: sufro de una neurastenia tan espantosa que no sé si quitarme la vida?
Y rió largamente, nerviosamente, como procurando dar a su frase un cariz de broma. Pero la frase me había inquietado profundamente. No quise, sin embargo, demostrar que tomaba en serio sus palabras.
-¿Cómo puede usted decir eso? -repliqué-. Sus versos de hoy traducen un estado de ánimo muy distinto. Me encantan por su extraordinaria frescura. (...)
En mi afán de alentarla, aproveché esta confidencia para insinuarle que la depresión de su ánimo podía ser, en gran parte, atribuible a un desgaste nervioso, ocasionado por la exagerada labor, y le rogué que tuviese un poco de paciencia, asegurándole que su mal tenía que ser pasajero. "Temporario", añadí, sonriéndole cordialmente. Pero en mi fuero interno sabía que mis palabras caían en el vacío.
-Sí -me contestó, asintiendo por cortesía-; el mar me hace mucho bien. Tal vez me convendría descansar en una playa. (...)
-¿Sabe usted -me preguntó de pronto- la causa de la trágica decisión de Leopoldo Lugones?
Me estremecí, recordando que aquello había ocurrido en una isla de Tigre; le contesté que ignoraba el motivo y procuré distraerla cambiando de conversación. Pero la idea fija persistía.
-Margarita -me dijo-: si cree usted en Dios, rece por mí.
-Creo en Dios -respondí, conmovida-, y rezaré para que usted se mejore.
Era la hora del regreso y me levanté. Ella insistió en acompañarme hasta el desembarcadero. (...)
Al día siguiente, mis compañeros de esta redacción y yo buscamos a alguno de los allegados de la eminente poetisa, a fin de ayudarla en el terrible trance por que pasaba su alma, pero no encontramos a nadie.
Hace exactamente diez días que ocurría lo que acabo de referir y no ha pasado uno sin que cumpliese mi promesa de rogar al Altísimo por la salud espiritual de la autora de tantas hermosas poesías. Hace exactamente diez días que presentí, sin querer convencerme de ello, que Alfonsina Storni se despedía para siempre de mí.
"Tal vez me convendría descansar en una playa", me dijo en aquella ocasión. Y es en el mar donde ha querido buscar su definitivo reposo.
Sé que, de ahora en adelante, cada vez que la recuerde, solo acudirá a mi mente la visión de su última imagen. Veré siempre a la gran poetisa en la orilla de un río, que ahora me parece un río fuera de tiempo y del espacio, diciéndome adiós, con el brazo levantado, entre un paisaje de primavera que se pierde en el infinito.
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