El último día hábil tuvo menos papelitos, pero más alguaciles
Costumbre: los porteños tiraron mensajes ya inútiles y la cinta de las calculadoras por la ventana; este año, el fenómeno fue menor.
No sólo inventamos el dulce de leche y el colectivo. En América del Sur, al menos, ciudades como Montevideo, Río de Janeiro y Santiago, en Chile, nos tomaron como ejemplo para reproducir nuestra costumbre de despedir un año que se termina y celebrar la llegada del nuevo arrojando papelitos desde los edificios.
Aunque data de mucho antes, con expresiones que aún no eran tan espectaculares, parece que el hábito carnavalesco se extendió y ganó mayor consenso desde la disputa del Mundial de fútbol de 1978, realizado aquí entre junio y julio de ese año.
La costumbre local -ésta sí de absoluta exclusividad en la galaxia- de papelizar los estadios alcanzó una versión superlativa en el de River Plate, antes, durante y al terminar el partido definitorio, jugado por los seleccionados de la Argentina y Holanda. " It´s all white !", se asombró un relator de la TV inglesa.
Festejo repetido
De lo futbolero, la modalidad de festejo se reeditaría cinco meses después, como queriendo seguirla. Pero el motivo ya no sería el éxito deportivo, como tampoco el césped lo único que se volvería blanco, sino también el pavimento de las calles, la copa de los árboles, el techo de los automóviles y los colectivos, los semáforos y el cablerío aéreo que supimos conseguir.
Este año, la tradición se puso en marcha un poco más tarde. Alrededor de las 13 de ayer, tímidamente, cayeron los primeros papeles del vetusto edificio del Correo Central.
Media hora después se sumarían otros entusiastas cultores, y a eso de las 15 la cosa ya estaba en pleno desarrollo: de las altas o medianas torres que conforman la City y el microcentro caía todo tipo de producto celulósico, en forma de hojas de biblioratos y de guías telefónicas obsoletas, de computación, de calculadoras, facturas, rollos de papel higiénico, exhumadas resmas de papel para escribir a máquina, diarios, coloridos tacos de anotación, largas tiras de aplicación diversa, papel de envolver, folletería y otros.
El viento del Sudoeste (a 18 km/h, a las 15.30) hizo su gracioso aporte, con lo cual ascendía, bajaba y se enrulaba toda esa manifestación celebratoria, oficinesca alternativa del sueño (¿alguna vez materializado?) de tirar la casa por la ventana.
Lo entero y lo trunco
Papel en blanco o impersonal, en la gran mayoría de los casos. La excepción, los mensajes con más alma, u otros subliminales.
Encontramos algunos en las esquinas de Florida y Corrientes o de Lavalle y Alem. "Favor de entregar a Chita Astesiano." "María, no he muerto." "¿Alguien lo vio a Tito?" "5x8, 40, te espero en la lechería". Más aquello que era entero y se volvió trunco: "Est... en la...Calmantes". Y lo que era trunco y se volvió entero: "...como un imbécil".
Con todo, esta explosión efímera de papelería no tuvo los alcances de otros finales de año.
El más notable -recuerda Héctor Mariani, radiooperador de Cliba, y con 18 años en la desaparecida Manliba- fue el del 95, con una lluvia de casi 50.000 kilogramos de papel. Sí, son cincuenta toneladas.
Para tener una idea, la cantidad es equivalente a casi 70 bobinas de papel para diario. Con 85 se tiran 180.000 ejemplares de un diario de 60 páginas. Además, convertidos en una cinta los 50.000 kilos y arrojada hacia al Sur, ésta llegaría casi hasta Bahía Blanca.
"Es una mala costumbre, otra más de la falta de educación urbana. Y no tan inofensiva. Hace unos años, un rollo de papel le vació un ojo a un muchacho", dice Mariani.
La libélula, el enemigo
En cuanto a por qué ayer no se llegó a ningún récord, parece que se debió a que era un día común, en el cual la actividad no terminó al mediodía.
Quizás hoy el asueto laboral y administrativo a partir de ese momento se traduzca en una más insigne avalancha desde las alturas.
En tren de encontrar otra explicación a una jornada no tan memorable en los papeles , cabe apuntar que aquéllos se vieron mezclados con verdaderas bandadas de esa libélula que en estos rumbos llamamos alguacil.
Una hueste insólita, que siguió ampliando su conquista de la ciudad, con una clara ventaja sobre el que resultó tan frágil competidor por un día: su insuperable autonomía de vuelo.
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