El último platero de los valles jujeños que no puede enseñarle su oficio a nadie
SANTA ANA, Jujuy.- El sombrero de Gabriela Apaza es de copa redonda, y en la toquilla se distinguen varios ornamentos de plata. Son todas piezas hechas a mano, con diseños tallados en forma de cardón, flores, mariposas y mulas. Apaza es dueña de la hostería El Portal de las Yungas, en Santa Ana, una comunidad originaria enclavada en los valles jujeños, a 3333 metros de altura, donde el turismo es todavía incipiente. La economía es de subsistencia rural, principalmente de los cultivos de papa y maíz, y del cuidado de los rebaños de ovejas. Pero en Santa Ana también hay un nutrido grupo de artesanos, y el de las bordadoras es el más inquieto, dan clases y ofrecen sus prendas en distintas ferias de la provincia. En cambio, el platero Lucas Calizaya trabaja en soledad. No es el suyo un oficio en ascenso, y muchos menos en la región. Él es el último platero de los valles jujeños, un verdadero artesano que, a sus 70 años, busca a quién dejar su legado. "Pero nadie quiere aprender. Una vez se organizó un taller en San Salvador de Jujuy pero no se inscribió ni una persona. Es que hay que tener mucha paciencia para esto y los chicos hoy quieren terminar todo el trabajo en un día", se lamenta.
Don Lucas le dicen los vecinos a este hombre de ojos negros y piel tallada por el clima seco de la Puna. Es el autor de las piezas de plata que lleva Gabriela en su sombrero, entre tantas otras joyas y ornamentos personales que este orfebre realizó para las mujeres y hombres de los valles durante más de 50 años, y siempre en el mismo taller, sobre la calle principal del pueblo.
Comenzó cuando tenía 16 años, y luego de más de 50 años de trabajo, el orfebre de rostro aborigen se transformó en un verdadero diseñador de joyas de autor. Aros, anillos, prendedores, pulseras, ornamentos para la toquilla de los sombreros y alianzas de casamiento con diseños únicos. Sus piezas son requeridas desde diferentes zonas del país, y así como gran parte de su trabajo tiene que ver con el ajuar de las mujeres, que en general se colocan sobre la cabeza, el cuello o forman parte del arreglo del cabello, el trabajo de Don Lucas incluye una serie de piezas destinadas a los caballos de monta, sobre todo elementos decorativos para riendas, correas y cabezadas, que los gauchos lucen en todas las festividades. "Ahora no tengo mucho en el taller porque terminé una serie grande que mi hija se llevó para vender en la fiesta patronal de Río Blanquito, en Salta, cerca de Orán", explica Don Lucas.
Según Apaza, dueña de la hostería que inauguró en la casa de adobe que era de sus padres, que hoy cuenta con 22 camas, de todos los turistas que pasan por Santa Ana no hay ninguno que no quede maravillado con el trabajo de Don Lucas. Entre una mayoría de europeos intrépidos que llegan con sus mochilas para vivir la experiencia del turismo comunitario, "una vez vino una señora de Buenos Aires y se quería llevar todo", recuerda Apaza.
De hecho,es el impulso del turismo comunitario una de las estrategias puestas en práctica desde el área de Desarrollo de Productos Turísticos de la provincia, que dirige Sandra Nazar, como una de las alternativas económicas complementarias a las actividades productivas que hoy tienen las familias. La intención de estos viajes no es la misma que la de un turista corriente, porque el principal atractivo es que el visitante conozca de primera mano cómo es la vida en estas comunidades que habitan entornos de excepcional belleza, y formar parte de sus rutinas: ordeñar cabras, deshojar chalas y hacer queso. También apreciar el trabajo de Don Lucas en su taller, o animarse a una clase de bordado con las mujeres artesanas.
Don Lucas, a pesar del ánimo que recibe de su mujer, Damacia Luere, confiesa que ya está cansado, que tiene ganas de dejar el taller. "Ya no veo bien, y es un trabajo que requiere de mucho detalle. A veces hay cosas tan finitas y difíciles de pulir que me dan sueño. Pero lo hago igual, y si sale mal lo vuelvo a hacer", asegura mientras acaricia a Morocho, un gato que trepa a su falda para recibir las caricias.
Las primeras herramientas que tuvo le llegaron por encomienda desde Buenos Aires. Vendió "una vaquita" y con eso le alcanzó para los primeros materiales. La materia prima antes también llegaba de Buenos Aires, pero ahora la compra en Salta. Incluso, cuenta, hay gente de los valles que aún guarda las monedas antiguas de Bolivia, de fines del 1800. "Con la plata que viene laminada es más fácil, pero para trabajarlas primero hay que sacarle todas las manchas. Lleva más tiempo, pero las piezas quedan bonitas".
Dos tesoros: Don Lucas y el El Qhapaq Ñan, dice risueño uno de los guías locales de Santa Ana, en referencia a uno de los tramos del Camino del Inca que pueden recorrerse allí. Es que el famoso sistema vial que constituye la obra tecnológica más importante de la América prehispánica dejó su huella en esta tierra. Ya sea a pie o a caballo, el pueblo de Santa Ana es el punto de partida para desandar uno de los tramos mejor conservados a nivel local, hasta llegar al Valle Colorado.
-¿Por qué cree que nadie quiere aprender el oficio?
-A todos mis hijos les quise enseñar, pero no hay caso. Los jóvenes no tienen paciencia. Yo al inicio ni herramientas tenía. Recién hace poco pude comprar una máquina para soldar, siempre usaba mechero. Acá guardo en un cuaderno todos los diseños, por las dudas, qué se yo… Pero ya les dije que cuando me muera, que entierren todo", dice Don Lucas con los ojos cansados, algo vidriosos, y mientras cepilla uno de los broches que le quedó sobre la mesa de trabajo