La situación en la cárcel que funciona en el Borda: una realidad que se conoce muy poco. En condiciones de salir, pero siguen presos
El 38% de los detenidos declarados inimputables podría recuperar la libertad, pero pocos jueces lo autorizan; debate abierto
Las puertas de placa de madera, con apenas un hueco rectangular, dejan ver entre sombras cuatro siluetas humanas encerradas, cada una en un cubículo de dos metros por un metro y medio. No hay luz, ni agua. Tres de ellas están recostadas en posición fetal, vestidas de jogging, sobre una cama de cemento, sin colchón. La cuarta persona está sentada con las manos enlazadas mirando la pared, que está muy cerca. Medicadas, encerradas.
Las paredes ocre transpiran olor "tumbero", el mismo vaho que golpea la nariz apenas se corre el cerrojo para ingresar en el pequeño pabellón. Es la sucursal del infierno de la Unidad 20 del Servicio Penitenciario Federal, la conocida como "cárcel de los locos", que funciona en el predio del Hospital Borda, en Barracas.
Hay allí 101 presos, la mayoría declarados inimputables. Pueblan el penal preparado para 87 detenidos. Del total, el 38 por ciento está en condiciones de recuperar la libertad, pues los psiquiatras del servicio penitenciario consideran que no entrañan peligro para sí ni para terceros, explica a LA NACION el director del penal Juan Carlos Ayala. Pero con su diagnóstico no basta. La medida debe ser compartida por los psiquiatras del cuerpo médico forense y, finalmente, un juez debe firmar la libertad. Son pocos los que lo hacen. "Es una responsabilidad del Poder Ejecutivo y del Judicial", afirma el secretario de Políticas Penitenciarias Federico Ramos.
Cada dos meses o a pedido de cada juez, se hace una evaluación de cada detenido para determinar si está en condiciones de ser externado.
Los doblemente excluidos, por presos y por "locos", fueron en su mayoría acusados de robos que cometieron para obtener dinero y así comprar drogas. Los presos viven en tres pabellones, dos de ellos con celdas para seis personas, pero en algunas hay ocho.
A ambos lados de un pasillo verde agua, al que se accede tras abrir una cerradura con una llave de 20 centímetros y un pasador, se alinean las rejas. La mayoría de los detenidos duerme aún después del mediodía. Algunos miran televisión, otros simplemente están con la vista perdida. Allí reciben la comida por un pasaplatos y los guardias los ven mediante angostas aberturas.
En el primer piso, donde están los que les dignosticaron trastornos de personalidad por el abuso de drogas hay un baño en cada celda. El 80% tiene problemas con ellas.
En el segundo pabellón viven pacientes con casos psiquiátricos severos, como alucinaciones, que deben compartir un baño general, lo que trae problemas porque hay que pedir que abran las celdas, aún de noche. Muchos hacen sus necesidades en una bosla o en una botella. En un tercer pabellón están los que orillan los 50 años, todos juntos.
Nadie habla a los gritos, algunos saludan y se escuchan sólo murmullos. Algunos detenidos, más contenidos, trapean el piso con fruición, como si fuera lo más importante en sus vidas.
La excepción son las celdas de aislamiento, ahora llamadas Centros Individuales de Tratamiento, donde se alojan los que sufren alguna descompensación, como el detenido que trasladaron desde el penal de Marcos Paz, porque intentó suicidarse. Pueden permanecer allí varios días y hasta un año, entrando y saliendo.
El penal es de 1869 y está en refacción. Ya demolieron cinco celdas individuales en la planta baja donde piensan construir tres más grandes. Lo mismo ocurre en el piso superior. Dos de ellas estarán acolchadas. También allí se construirán baños. La inversión de 100.000 pesos de parte del Ministerio de Justicia es sólo en materiales. La idea es cambiar también los criterios de tratamiento.
El 40% de esos reclusos no recibe visitas de sus familias ni de amigos. Voluntarias y voluntarios de Cáritas se acercan para acompañarlos.
Tres psiquiatras y seis psicólogos tratan a los detenidos con medicamentos y terapia. Muchas veces llegan derivados por jueces porque necesitan sólo un tratamiento antidrogas, que ese lugar, precisamente, no brinda.
Un patio, techado con rejas y un borde de césped, es la posibilidad del recreo. Juegan allí al ping-pong o al basquet, como lo hace un holandés, de tez oscura, preso por traficar drogas. "¿Verdad que pronto me van a sacar?", pregunta al director otro detenido con un leve retraso mental. "Ya llega el oficio", le responde. Es uno de los presos inimputables que están allí por abuso de drogas y que ansía ser trasladado a una granja terapéutica.
Junto al patio están las aulas, donde el 80% de los detenidos realiza alguna actividad: media docena aprende a leer, una decena utiliza la biblioteca, algunos hacen cerámica; otros, marroquinería y otros, pintura. Como un detenido, inmenso, de ojeras oscuras, vestido de negro, que aprisiona entre su dedos gruesos un pincel número 0 para trazar los delicados pétalos de una flor sobre una lonja de cuero, que se convertirá en monedero.
Hasta hace pocos años había más de 150 presos y, para recorrer los pabellones, era necesario estar acompañado de dos guardias armados con palos. Ahora no es así. A pesar de ello, siguen entre rejas quienes tal vez sólo deberían estar recibiendo un tratamiento fuera de la cárcel. Le pasa al 40% de ellos. Pero no consiguen salir.
La fuga famosa
- El escape más famoso que se recuerde en la cárcel del Borda lo protagonizó un paralítico. Es lo que les hizo creer a los guardiacárceles y psiquiatras Oscar Correa, acusado de robo y violación. Hasta el 3 de agosto de 2001, cuando, con otros cuatro, se escurrió por un túnel a través de los baños. Huyeron de guardapolvo blanco, como si fueran enfermeros. Un guardia les disparó, pero ya habían escapado.