La alarma que nadie quiso activar
Hay alguna gente que sopesa la vida por las alegrías; otra, por las cachetadas que le pega.
Las varas son tan cortas o tan largas como el ánimo del medidor de turno.
Aquí, en la ciudad de Buenos Aires, hubo un hecho atroz que muchos habían anunciado que podía suceder.
Los optimistas lo minimizaron, mientras que los pesimistas omitieron siquiera analizarlo, acostumbrados como están a negarlo todo.
Si otra hubiera sido la conducta, si otro hubiera sido el compromiso, seguramente hoy no habría un Cromagnon en la historia negra de los delitos aberrantes y no existiría -jamás debieron existir- 191 nombres en la más penosa de las actas: la de defunción.
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La alarma estaba ahí, pero nadie la hizo sonar.
La pudo haber accionado la Legislatura porteña, cuando hace más de siete meses la Defensoría del Pueblo le alertó que un altísimo porcentaje de locales porteños no garantizaba la más mínima seguridad en el distrito.
Es más, muchos ni siquiera estaban habilitados. Eran muchos los que estaban al tanto de todo eso. Pero no, la alarma no se activó.
También la pudo haber disparado la oposición parlamentaria, cuando vio naufragar sin dar mayor pelea un proyecto de su autoría presentado el 4 de junio de 2004 por el que reclamaba al Poder Ejecutivo redoblar las inspecciones de rutina.
Es curioso, pero en los fundamentos de esa iniciativa, su autora decía que parecía "innecesario insistir sobre la imperiosa necesidad de proteger la vida de nuestros jóvenes con medidas básicas de seguridad". La realidad le demostró que en este tema todo lo mucho es poco y todo lo poco es muerte.
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De haberlo querido, el propio Aníbal Ibarra pudo haber hecho aullar los sensores que auguraban el peligro reglamentando una ley que lo obligaba a intensificar los controles en las escuelas de modo de que nunca más una Amparo Alfonsín muriera atravesada por la absurda rotura de un vidrio absurdamente colocado en un colegio.
Pero no, el jefe de gobierno no sólo no quiso escuchar la ensordecedora alarma. La apagó vetando esa norma que creaba un programa llamado "Escuelas seguras", sancionada seis días antes de la tragedia de la disco de Once.
Y qué decir de los diputados oficialistas y opositores, que perdieron meses y meses hasta sancionar el nuevo Código de Convivencia que empieza a regir hoy, entre otras cosas, con la expresa prohibición de dejar entrar a menores de 18 años en los boliches, de usar pirotecnia en espectáculos masivos y de vender más entradas que las permitidas según la capacidad con la que fue habilitado cada local.
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Para los pesimistas, tal vez la tragedia tenga el sentido inútil del escarmiento.
Los optimistas, en tanto, podrán pensar que es mejor una inspección tardía que la falta absoluta de controles.
Qué bueno sería hacer de la previsibilidad un hábito y de la responsabilidad un culto.
No vaya a ser cosa que dentro de otros 50 años sigamos haciéndonos cargo de los magníficos pero dolorosos versos de César Fernández Moreno -el hijo de Baldomero, el heredero de los setenta balcones-, cuando en 1954 escribió que en la Argentina "los timbres de alarma sólo suenan cuando se descomponen; entonces, de todos modos, nadie se alarma".