La Fiesta del Milagro: Jorge David, de la tragedia familiar a la mano solidaria
SALTA.- Jorge David tiene 70 años y lleva 19 ayudando a los peregrinos, a los caminantes que llegan desde lejos a la Fiesta del Milagro. El 13 de septiembre de 2000 le avisaron que los médicos del hospital pediátrico porteño Garrahan habían dicho que "no había esperanzas" en la lucha contra el cáncer de su nieto de cinco años. "No estaba preparado para escuchar algo así, para entender que un nieto o un hijo podía partir antes que yo -cuenta a LA NACION-. Me fui corriendo a la Catedral y le prometí a la Virgen del Milagro dar todo de mí si lo ayudaba."
Al regreso, le adelantó a su hija -son cinco y ocho nietos- que el 14, cuando llegan todos los peregrinos, no cobrarían nada en la sandwichería que tienen en pleno centro, a pocas cuadras de la Catedral: "La gente entraba a comprar y le decíamos que no, que era gratis. Ese año fueron 80; al siguiente 3000 y llegaron a ser 10.000 a los que les repartimos comida".
La "noche del peregrino" se hacía en una playa de estacionamiento, donde en ollas del Ejército se preparaba el chocolate que se daba con tortillas. Todo donado por David. En 2018 la suspendió porque su esposa, otra hija y una nieta se mataron en un accidente. "Tal vez porque como decía el obispo [Angelo] Roncalli, después Juan XXIII, todo termina en la cruz", reflexiona.
En vez de la comida grupal siguió con la otra parte que hizo siempre, repartir raciones en la ruta, buscando lugares para que los caminantes duerman, asistiéndolos. "Hay muchos David, somos montones los que vamos al encuentro, a tender una mano. Es conmovedor verlos llegar, ver cómo la fe los mueve a hacer peregrinaciones largas, con nieve, con sol, con lluvia. A veces pienso que este año es el último, estoy viejo y más cansado. Pero no, seguimos", dice como para sí mismo.
La muerte de parte de su familia -admite- lo hizo "enojar" con la Virgen del Milagro: "Me reconcilié, me sentía vacío. No se puede vivir sin fe". El ayudar parece estar en su ADN; en su sandwichería (con el paso del tiempo se convirtió en la más tradicional de la ciudad) nadie que entra con a pedir comida se va sin comer. "Empecé por necesidad; tenía un quiosco y creí que vender comida iba a mejorar los ingresos. Llegamos a tener nueve locales; todo eso también es parte de creer, de tener fe", apunta.
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