Ni "cuco" ni "pido": paciencia para calmar a los chicos
Siguen los días de quedarnos en casa: los más chiquitos extrañan el movimiento, salir a la calle, ir al jardín de infantes, jugar con amigos; a los adultos nos pasa algo parecido: nos gustaría volver a la rutina normal, dejarlos en el colegio e ir a trabajar, volver a casa y llevarlos a dar una vuelta o a la plaza. Tenemos claro que no es posible, que cuidarnos es cuidar a todos y que para eso tenemos que quedarnos en casa, sin ayuda exterior, trabajando en la computadora si y cuando podemos, preocupados por el coronavirus, por nuestras finanzas, por nuestros mayores, por la cantidad de gente que por su condición de vida no puede cumplir con la cuarentena y/o no tiene cómo alimentar a sus hijos al no poder salir a trabajar.
Pero los chiquitos no entienden todo esto y se portan mal, no hacen caso, se pelean, gritan, molestan, reclaman, y con todo eso nos alteran, cuando ya estamos alterados por lo que nos toca vivir. ¿Por qué lo hacen? Porque se aburren, porque nos ven ocupados, o preocupados, o asustados, porque ellos están asustados o preocupados, y sus acciones complican más nuestro inestable equilibrio. Es una tarea difícil y de cada día mantener la calma, no desbordarnos (o por lo menos no tanto, o no tantas veces) y responder desde ese lugar.
En esta cuarentena no existe el "pido", ese maravilloso recurso de juego cuando éramos chicos que usábamos cuando nos asustábamos o nos cansábamos. Gritábamos "pido" y el juego se detenía hasta que recuperábamos el aliento o la compostura. Hoy muy a menudo no tenemos a quién decirle "pido" para que se haga cargo un rato. Aunque tengamos la suerte de ser dos los adultos que estamos en casa, no siempre nos alcanzan los recursos para mantener nosotros la serenidad, el buen humor, para controlar el miedo o la preocupación, y necesitaríamos que los chiquitos entendieran esto y nos dieran respiro.
Pero no es el caso: son chiquitos y ellos no pueden procesar sus angustias, y menos todavía las nuestras. Y ahí empiezan los problemas, porque manoteamos estrategias para manejar las situaciones, a veces las de nuestra infancia, otras las que vemos en redes sociales, en la desesperación las usamos sin revisar primero si nos gustan, si nos parecen adecuadas para calmar a nuestros chicos o para lograr que hagan lo que les pedimos.
Cuando éramos chicos, nuestros padres -que no sabían lo que hoy sabemos- daban respuestas impulsivas, llegadas desde su cerebro primitivo no integrado, como pegar, gritar, zamarrear, encerrar, insultar, y a menudo nos amenazaban: con que nos iba a llevar el hombre de la bolsa, o el cuco, o que iban a llamar al policía de la esquina para que nos lleve, o con ponernos pupilos en Córdoba. Hacíamos caso por miedo o bajo esas amenazas de abandono, que nosotros percibíamos como pérdida del amor, porque pensábamos: si nos quisieran no concebirían esa opción de mandarnos lejos. Ellos sabían que no lo iban a cumplir, ¡pero nosotros no!
Hoy, con la "ayuda" de pantallas y redes, estas amenazas pueden ponerse mucho más realistas y terroríficas para los chicos. Un ejemplo: ayer me llegó por WhatsApp una grabación que permite que les hagamos creer a los chicos que estamos llamando a la policía porque nuestro hijo se está portando mal. El policía responde que va para nuestra casa; luego, que entiende que la conducta del niño mejoró, pero que en caso de que empeore volvamos a comunicarnos y acudirán... no explica para qué, pero a mí me sonó a que se lo llevarían a la cárcel.
Me parece tremendo que alguien haya tenido el sadismo de inventarlo, y de repartirlo entre sus amigos. Aunque la intención haya sido hacer un chiste, los chicos se asustan sin necesidad, en un momento en el que ya estamos todos suficientemente asustados.
Hoy, al borde de nuestra resistencia, podríamos confundirnos y creer que es gracioso y probarlo para divertirnos, o también podríamos usarlo porque ya no sabemos más que hacer.
Muchas de estas "colaboraciones" pueden convertirse en nuevos cucos, hombres de la bolsa o pupilaje, son caminos cortos y eficaces para que los chicos se comporten, pero lesionan su autoestima y su confianza. La preocupación, el cansancio, el miedo, el enojo pueden nublar nuestra visión e impedir que evaluemos adecuadamente los recursos que nos llegan, o los que se nos ocurren, entre los que también están los que usaron nuestros padres en nuestra infancia.
Hoy tenemos claro que el camino para que los chicos nos escuchen y hagan lo que les pedimos es el amor, la confianza y la conexión, y no la amenaza de abandono o de pérdida del amor.
Entonces, cuando nuestros chiquitos logren sacarnos de nuestro eje -y esto va a ocurrir inevitablemente en estos días-, respiremos hondo, oxigenemos así nuestra corteza cerebral que piensa "bien" y, desde ese cerebro integrado, evaluemos y filtremos las respuestas que se nos vienen a la cabeza o que nos llegan de afuera. No todas las veces vamos a ofrecer la mejor respuesta, la más atinada. Somos humanos, imperfectos, y el estrés nos va a jugar malas pasadas. Pero tratemos de recordar nuestros miedos infantiles y no usemos ni los viejos ni los nuevos cucos si tenemos claro lo mal que lo pasábamos con esas amenazas cuando éramos chiquitos.
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