Páez Vilaró: "La mía es la historia de un tipo que se nutrió de lo inesperado"
A pocos meses de cumplir 90 años, el artista plástico sigue creando y celebra su trayectoria con una muestra en el Museo de Arte de Tigre
Carlos Páez Vilaró se convertirá en nonagenario el 1° de noviembre. Y, mientras se aproxima esa fecha, es el Museo de Arte de Tigre el que lo celebra con su racconto vital: una suerte de autobiografía plástica que hilvana la exposición "El color de mis 90 años". Allí, el estallido colorístico de su iconografía, deudora del arte afro y de la gramática picassiana, convive por primera vez con el sosiego del color blanco como fondo de sus composiciones. Ese gesto rebelde es su homenaje a ese color, su primer permiso en 90 años para dejar de "profanar su inocencia", cuenta en una entrevista con LA NACION.
No hay rastros de vejez en su espíritu ni de fatiga en su cuerpo. Iluminan su entusiasmo coloridos haces de luz proyectados por incrustaciones de vidrios. Emanan de una cúpula blanca y abovedada en su living que ideó esa "corona" poco ortodoxa para Bengala, su casa-taller de Tigre desde hace 30 años, su escultura habitable, copia a escala menor de Casapueblo.
En esos mismos dominios se abre un mundo de asombro y de arte a su medida: hay gatos y perros; un parque selvático con aroma a río; una casa de madera como reliquia de 1889, y un taller amplio y nuevo, de geometría dura, que alberga algunas de sus cerámicas y pinturas. "La mía es una historia larga. ¿De quién? De un tipo que buscó la sorpresa e hizo camino en lo inesperado", dice él, agitando la proclama de sentirse "pintor del medio del río".
-¿Por eso reprodujo su mundo en Tigre?
-No, me di el lujo de crear otro acá. Estaba acostumbrado a vivir en un horno de pan. Tengo una meticulosidad extraña con lo estético, de los objetos a los centímetros de separación entre cuadros. Todo empezó con el coleccionismo. Primero estampillas, luego insectos en formol, mariposas, tunas pinchudas, máscaras.
-¿Qué le dio y le quitó el arte?
-Ojalá que lo haya encontrado porque lo he buscado toda una vida. Creo que he sido un intento permanente. Con la cerámica, los tapices, la arquitectura, el cine, la escritura. Mi pintura pudo haber sido más vigorosa con un maestro; no lo tuve. Pero el intento me hace feliz. Si no intentás, nada hallás. Aunque como les digo a los jóvenes: el zambullirse en el océano sin saber nadar es mejor que el hallazgo.
-¿No hay metas artísticas?
-Mi destino es hacer cosas. Me mueve el inquietismo . Los resultados vienen después. Sólo sigo la guía de mi entusiasmo. Llegar a los 90 años, por ejemplo, y sentirte un hombre de 30 te deja sin explicación. ¿Por qué soy joven a mi edad? Porque tengo proyectos y siempre le doy la bienvenida a lo nuevo.
-¿Cómo se ve la vida a los 90?
-Es un momento de reflexión. El recuento de tu vida pasa rápidamente: analizás errores para pedir perdón, sonreís por algunos logros y entendés que estás cerca del final del último capítulo. No sabés qué sobreviene. Pero seguís avanzando con entusiasmo hacia el interrogante.
-¿Con entusiasmo?
-Claro, soy un apasionado y un perpetuo buscador de sorpresas, además de un bohemio con orden. Vivo como si mi vida transcurriera por un largo corredor lleno de puertas cerradas, que me empeño en abrir para toparme con la sorpresa. Y en ese asombro hay de todo, hasta lo que le pasó a mi hijo en los Andes.
-¿Fue el mayor desafío de su vida?
-En mi búsqueda por el arte tuve otros: casi me fusilan en Congo; pensaron que era comunista. Pero aquél fue el más desesperante. Probó mi fe y terminó siendo una experiencia maravillosa. Entendí que Dios fue mi copiloto en todas mis búsquedas. Me instalé en Chile los tres meses y veía a Carlitos vivo en todos lados. Le gritaba, corría a abrazarlo y no era él. Pero esa certeza y la cadena de solidaridad espiritual hicieron que lo encontrara. Los chilenos me dieron todo sin pedirme nada. No tenía dinero, pero nunca me faltó un caballo para andar, una casa, un caldo de congrio. Intentaba compensar tanta generosidad con mis dibujos. Di muchos y recibí mucho.
-¿Qué llegó antes la pintura o la aventura?
-Estuvieron siempre integradas; así es mi sangre. Precisaba de la aventura para pintar y realizarme. Viajé mucho por África y el mundo, y transformé mi obra en una suerte de billete. Le daba a cada cuadro el valor de lo que necesitaba: una fruta, un dentista, un pasaje. Pero además, en cada lugar que visitaba dejaba una pintura, un mural como testimonio. Hice unos 300. El de la OEA, en Washington, es el más largo: 162 m en el túnel que une los dos edificios. Lo terminé con la ayuda de 53 alumnos de la de la Corcoran Art School. Debí numerarlos por la espalda, moverme yo en patines y decirles: "Número 27 a pintar el sector 12", para poder terminarlo.
-¿Qué pasa ahora que la aventura ya no está?
-Hay un viaje interior, importante para mí en este momento, que es rescatar recuerdos. Me divierto hasta narrándolos en un papel. Porque la mía es la historia de un tipo que se nutrió de lo inesperado.
-Para esta exposición, su misión fue recordar.
-Sí, ¡toda una vida! Me incliné como un ciclista frente a la tela con una intención narrativa: que cada lienzo se transformara en la memoria de una vivencia, de una emoción, de mi vida. Son pinturas que, a través de su iconografía, hilvanan historias. Yo conté la mía; la gente la leerá a su modo. Pinté sin parar. No comía, no atendía el teléfono. Pensé en los obstáculos aduaneros para traer las 33 obras desde Uruguay y me vine a Tigre y pinté otras 33, por si acaso. Nunca incumplí un compromiso. Y gracias a ese entusiasmo ahí está mi vida, casi como una despedida.
-Siempre celebró el color, ¿por qué el blanco ahora?
-¿Será deseo de vivir? Es como el reencuentro con la juventud aletargada. El blanco ha sido siempre mi imán. Una pared, una sábana, un plato blanco me impulsan a tener que pintarlo. Me siento en falta si no lo hago. Pero a medida que el pintor va llenando la tela, el color blanco va muriendo. Ahora le he dado su valor: Que dialogue con los otros colores; que no lo cubran, ni lo maten.
-¿Cuánto de su iconografía le debe a Picasso?
-Muchísimo. Su arte africano me deslumbró y le debo mi interés por la cerámica. Me apasionó ese viejo loco, un gitano muy parecido a mí, pero un grande. En el 57, yo estaba pintando un cuadro en el piso de su taller y él lo pisó como una alfombra. "Pero don Pablo", protesté. "No te preocupes si se ensucia, ya los críticos se encargarán de elevar su valor", me contestó. En cambio, De Chirico era un señorón: pintaba con corbata.
-¿Hasta qué edad le gustaría vivir?
-Hasta los 100. Después sí le diré a la vida: "Chau, querida. Gracias por todo".
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