Opinión. Resistir el cambio es inútil, y cambiarlo todo es necio
La perplejidad ante el cambio es remota. No menos lo son su repudio y su veneración. Heráclito y Platón, situados en orillas antagónicas, están entre los primeros griegos que lo exaltaron y renegaron de él. Subestimar su vigencia fue, en el pasado, frecuente y sigue siendo para muchos indispensable. Negar que haya algo que escape a la incesante mutación implicó e implica, para otros, subrayar la verdad elemental de todo lo viviente.
Es usual entre quienes repudian el cambio como última ratio , reivindicar una o más formas de eternidad. Quienes, por el contrario, creen que nada escapa a la voracidad del tiempo, aseguran que más tarde o más temprano hasta los valores que parecen imperecederos terminan evidenciando su penoso arraigo en la relatividad. La cuestión, como se ve, reviste una complejidad irreductible y si algo no parece haberse transformado es la pasión puesta en la disputa entre quienes defienden una u otra perspectiva.
La idealización del cambio como sinónimo de algo bienhechor comenzó a ganar las costumbres de Occidente hace unos 500 años. La Modernidad lo impuso como eje articulador, no sólo de lo real sino también de lo provechoso. Desde el siglo XVI hasta hoy, el cambio en Occidente no ha hecho otra cosa que ganar adeptos y, en su dilatado territorio, que abarca desde la moda hasta las ciencias de la salud, abundan los voceros que lo promueven, lo aconsejan y hasta lo ordenan.
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Pero que no se nos escape una contradicción eminente: nuestro tiempo, que tan propenso se muestra en todo a hacer del cambio poco menos que su estandarte dilecto y una ideología, le teme al cambio en varios órdenes y, entre ellos, en ninguno como en el que impone el deterioro de la apariencia. La vejez, despojada de toda virtud, está desacreditada y el ideal de la invicta lozanía y lo juvenil se empeña en barrer con cuantas canas, arrugas, pechos caídos y muslos marchitos anden por ahí. Así, el cambio que tan bienvenido resulta ser donde implica algún progreso, es impugnado cuando de aceptar el paso del tiempo en uno mismo se trata.
El presente nos acoge a todos como huéspedes dilectos, solamente por una temporada; después, reclama nuevos inquilinos y nos pone de patitas en la calle. Es entonces cuando empieza el rezongo que tan bien resume la impresión de que "ya nada es como antes". Cambios, entonces, no sólo son los que el hombre alienta y logra, sino también aquellos a los que él está sujeto y a los que no puede doblegar.
No querer cambiar es inútil, y aspirar a cambiarlo todo es necio, además de imposible. Si es cierto que en algunos órdenes aprendemos a cambiar, en otros es un hecho que aspiramos a perpetuarnos en nuestras costumbres y convicciones y así es como más de una revolución terminó encallada en el inmovilismo a fuerza de querer detener la marcha de los hechos.
No otro es el origen de los fundamentalismos y de tanta patología que no concurre a los consultorios como debiera. La historia suele cambiar con más frecuencia de protagonistas que de argumento. En todas las épocas, viejas y nuevas generaciones se disputan el poder y la comprensión de la verdad sin llegar a detentar el cetro más que por una primavera.
La ciencia, no obstante, nos enseña con perseverancia admirable que el conocimiento y lo real nunca se equivalen totalmente y que sólo guardan algún parentesco de manera parcial y momentánea. Por su parte, el psicoanálisis, al recordarnos que la vida inconsciente es inagotable, remite a la evidencia, nada fácil de admitir, de que en ella el tiempo no existe.
E inconscientes somos todos y cada uno de nosotros, por lo cual se impone reconocer que la imposibilidad de cambiar nos constituye tanto y tan hondamente como el desvelo que más de una vez nos impulsa a respaldar las publicidades de la hora, empeñadas en presentarnos como adalides de la eterna innovación.
El autor es miembro de número de la Academia Argentina de Letras.
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